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POLICÍAS: Arrestan A POSEÍDO Historias De Terror - REDE

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Speaker 2

Me llamo Julián y durante varios años trabajé como custodio en la cárcel municipal.

No era un reclusorio grande ni mucho menos, apenas un edificio de paredes viejas con unas cuantas celdas que servían para encierros de 24 horas.

Ahí metían a los borrachos que hacían escándalo, a los que se peleaban en la calle o a los que detenían por disturbios en alguna fiesta del pueblo.

Mi trabajo era sencillo, vigilar las puertas, revisar que nadie se lastimara y esperar a que amaneciera para entregar los detenidos a la comandancia.

Nunca pasaba gran cosa, hasta la noche en que me tocó ver algo que todavía me cuesta contar.

Esa tarde trajeron a un hombre distinto a los habituales.

Desde que lo vi, supe que no era como los borrachos gritones ni como los peleoneros de siempre.

Venía sin playera, con el torso cubierto de marcas raras que parecían pintadas con carbón o talladas con cuchillo.

Eran símbolos que yo no había visto nunca, figuras torcidas que se cruzaban en la piel como cicatrices recientes.

El sudor le brillaba en el pecho y los ojos los tenía rojos, inyectados, como si llevara días sin dormir.

escupía al suelo cada pocos pasos y lanzaba maldiciones sin sentido los policías que lo traían lo sujetaban aunque se notaba que no querían tocarlo más de lo necesario mientras lo empujaban por el pasillo contaron que lo habían detenido en la plaza Dicen que estaba insultando a todos, que gritaba que iba a matar a cualquiera que se le pusiera enfrente y que no dejaba a nadie tranquilo.

Lo rodearon entre varios porque ni las esposas bastaban para controlarlo.

Uno de los agentes comentó en voz baja que nunca había visto a un hombre con tanta fuerza para resistirse.

Cuando lo pararon frente a la reja para revisarlo, el sujeto se retorció como si tuviera espasmos.

sus brazos se doblaban hacia atrás el cuello se echaba de lado pero a pesar de esos movimientos su boca formaba una sonrisa torcida era una mueca que ponía nervioso a cualquiera porque no parecía de dolor ni de rabia sino de gusto Mientras se sacudía, repetía que las voces le hablaban, que le decían qué hacer, y que lo único que le ordenaban era matar a quien se le acercara.

Los policías trataban de bromear para quitarse el miedo.

Uno le dijo que ya se callara, que al día siguiente lo soltarían si no debía nada grave.

Otro dijo riéndose que ni loco se quedaba cerca de ese loco.

Aunque lo decían en tono de chiste, yo noté que ninguno lo miraba directo a los ojos.

Todos bajaban la vista cuando él levantaba la cara y clavaba esa mirada roja.

Yo estaba de pie al fondo del pasillo y sentía como si me buscara a mí entre todos.

Al final, lo empujaron hasta la celda más retirada.

Era la única que tenía una ventila pequeña, pero sin salida al exterior.

Apenas lo encerraron, el hombre se abalanzó contra los barrotes y los golpeó con los hombros.

Gritaba que nadie saldría vivo de ese lugar, que ya estábamos marcados.

Su voz retumbaba en las paredes estrechas y rebotaba por el pasillo hasta llegar a la entrada.

uno de los agentes golpeó los barrotes con la macana y le gritó que se calmara pero el hombre no dejó de sonreír yo empecé mi turno de guardia cuando anocheció los policías de ronda se fueron y me quedé solo con los detenidos había tres borrachos que dormían en las primeras celdas roncando y murmurando como cualquier otro día pero al fondo estaba ese hombre y su presencia se sentía en todo el lugar Desde el inicio noté que no se quedaba quieto.

Caminaba en círculos dentro de la celda, murmurando frases que no alcanzaba a entender.

A ratos se detenía frente a los barrotes, los sujetaba con fuerza y se golpeaba la frente contra el metal una y otra vez.

El ruido metálico me hacía apretar los dientes.

Cuando no se golpeaba, se hablaba solo.

Reía en voz baja, como platicando con alguien invisible.

Después levantaba la voz y decía palabras en otro idioma No eran maldiciones ni insultos comunes, eran sonidos extraños, cuturales, que me ponían la piel de gallina.

Yo permanecía sentado frente al escritorio, con las llaves colgando a un lado, observándolo de reojo.

Sabía que mientras estuviera encerrado no podía hacerme nada, pero la sensación de peligro era constante, como si la reja no significara nada.

Pasaban los minutos y el hombre no dejaba de moverse.

A veces se arrodillaba y se golpeaba el pecho con el puño, otras se tiraba al suelo y reptaba hasta el rincón oscuro para después regresar arrastrándose.

Cada movimiento suyo hacía eco en el pasillo vacío, y aunque los otros detenidos seguían dormidos, yo no podía quitarle la vista de encima.

Sentía que en cualquier momento haría algo que nunca había visto dentro de esas paredes.

Pasada la medianoche, comencé a sentir que la guardia se hacía más pesada.

El silencio en la cárcel era interrumpido solo por los ronquidos de los borrachos de las primeras celdas y el chirrido ocasional de la lámina del techo al enfriarse.

Yo hacía mis rondines cada cierto tiempo, caminando con la lámpara en la mano y revisando que todo estuviera en orden.

Fue en una de esas vueltas cuando noté que el hombre del fondo ya no murmuraba cosas incomprensibles como antes.

Ahora hablaba con claridad, como si de verdad conversara con alguien dentro de la celda.

Me quedé quieto unos segundos escuchando.

Primero lo oí insultar, con la voz cargada de rabia, diciendo que lo dejaran salir, que no aguantaba más.

Golpeaba los barrotes mientras gritaba, como si quisiera que el hierro se doblara.

Luego, de pronto, cambiaba el tono.

Su voz se volvía suave, casi como la de alguien arrepentido.

Decía que estaba cansado, que no quería seguir ahí, que si yo le abría la puerta me lo agradecería.

Por momentos sonaba como un hombre normal, suplicando con humildad.

Después regresaba a los gritos, maldiciendo otra vez.

Esa alternancia me inquietaba más que sus golpes, porque parecía que hubiera dos personas hablando desde la misma garganta.

Me acerqué despacio, con la lámpara apuntando al frente.

Cada vez que me aproximaba a la reja, sentía un olor penetrante.

No era solo el sudorrancio de alguien encerrado todo el día.

Había algo más.

un aroma fuerte, parecido al azufre quemado, mezclado con la humedad del cuerpo.

Era un olor que me mareaba si respiraba demasiado cerca, y que se quedaba pegado en la ropa aun cuando me alejaba.

El hombre me miró y se rió, pero no era una risa ligera.

De repente soltó carcajadas largas y profundas que llenaron todo el pasillo.

Eran tan fuertes que despertaron a los otros presos.

Escuché a uno de los borrachos golpear los barrotes de su celda y gritar que lo callaran.

Otro empezó a quejarse diciendo que no lo dejaba dormir, pero el hombre del fondo no se detuvo.

Sus risas rebotaban en las paredes como si fueran más de una persona riendo al mismo tiempo.

Con la lámpara vi cómo se jalaba el cabello con ambas manos.

Se tiraba mechones completos mientras seguía carcajeando.

Después empezó a morderse los brazos.

Lo hacía con tanta fuerza que la piel se abría y la sangre le chorreaba hasta el codo.

No se quejaba de dolor, al contrario, parecía disfrutarlo.

Chupaba la sangre y luego volvía a reír, como si aquello fuera un juego.

Le ordené que se calmara, que dejara de hacer eso, alzando la voz para que me escuchara entre tanta risa.

Él levantó la cabeza y me miró directo.

Esa fue la primera vez que lo vi tan quieto.

Se quedó fijo, sin parpadear, y con una voz tranquila, sin gritos ni burlas.

Me dijo que yo también iba a morir antes de que saliera el sol.

Lo dijo despacio.

Me quedé quieto, asustado.

Le respondí que se callara y me di la vuelta.

Regresé a la oficina donde tenía la lámpara de repuesto y el radio en la mesa.

Lo puse cerca de mí por si necesitaba llamar a los agentes de ronda.

Intentaba convencerme de que solo eran amenazas de un loco que estaba buscando asustarme.

Pero la manera en que lo había dicho se me quedó grabada.

Pasaron unos minutos en silencio.

Yo me mantenía sentado, mirando la puerta del pasillo sin quitarle la mano al radio.

Entonces escuché un ruido fuerte que venía desde el fondo.

Era como si arrastraran un mueble pesado contra la pared.

me levanté de inmediato pensando que intentaba tumbar algo el sonido continuó un rato un rechinar metálico que resonaba con cada golpe supe que era la cama de fierro que tenían todas las celdas no podía entender cómo la movía con tanta fuerza en un espacio tan reducido caminé hasta el fondo con la lámpara en alto los borrachos de las primeras celdas me miraban medio dormidos preguntando qué pasaba al llegar a la última celda me quedé sin palabras La cama estaba en su lugar, pegada contra la pared como siempre.

El hombre no la estaba moviendo.

Estaba sentado sobre ella, tranquilo, con los brazos cruzados, la cabeza erguida y una sonrisa en la cara.

No había rastro del esfuerzo que hubiera explicado ese estruendo.

Me miró como si esperara una reacción, sin hablar, solo sonriendo con los labios manchados de sangre.

Sentí un frío recorrerme la espalda.

Apunté la lámpara hacia el suelo, buscando marcas que probaran que la cama se había movido, pero no había nada.

El piso estaba limpio, sin rasguños ni polvo alterado.

El hombre seguía ahí, inmóvil, como si se burlara de mí en silencio.

Me quedé observándolo unos segundos más y luego regresé despacio hacia la oficina.

Cerca de las tres de la madrugada me invadió una sensación extraña.

No era solo cansancio.

Era un silencio tan absoluto que me hizo tensar los hombros.

Los borrachos que habían protestado horas antes ya no murmuraban ni se quejaban.

Parecían dormidos profundamente, como si alguien hubiera apagado sus voces de golpe.

Tampoco se escuchaban ruidos de la calle ni ladridos de perros afuera.

La cárcel estaba hundida en un silencio que no era normal.

Me levanté de la silla con la lámpara en la mano.

Caminé por el pasillo, dejando que la luz alumbrara las celdas una por una.

En las primeras dos, los borrachos roncaban pesadamente, inmóviles, como si no respiraran más que lo justo para no morir.

Seguí caminando hasta el fondo, donde estaba el hombre.

Desde antes de llegar, noté algo raro.

Esa celda estaba oscura, aunque todas tenían una lámpara en la parte superior que se mantenía encendida toda la noche.

La bombilla de la suya parecía apagada, y no entendía por qué.

Porque por la tarde había funcionado bien.

Cuando me acerqué, lo vi de pie junto a los barrotes.

Estaba inmóvil, con los ojos fijos en mí.

No parpadeaba ni se movía, parecía una estatua.

Lo que más me inquietó fue que los símbolos que llevaba en el torso ya no parecían pintados ni superficiales.

La luz de mi lámpara los iluminó y noté que estaban más marcados, como si se hubieran grabado en su piel.

Se veían rojos, frescos, casi como heridas recientes que brillaban con el sudor.

Me quedé quieto a unos metros con la boca seca.

Entonces él habló.

Lo hizo en voz baja, tan clara que no tuve duda de lo que dijo, que ya le habían abierto, que solo esperaba a que yo se lo permitiera.

Sentí que las piernas me temblaban.

Retrocedí un paso sin quitarle la lámpara de encima.

Trataba de mantener la calma, de no mostrar miedo, pero el tono con el que lo dijo me atravesó como un cuchillo.

Su voz no sonó como un reto.

Sonó como una certeza.

De pronto, escuché un ruido metálico.

Venía de la puerta de su celda.

El candado que aseguraba la reja se movía solo.

Escuché claramente el golpeteo del metal sacudiéndose, como si alguien lo estuviera probando por dentro.

La lámpara iluminaba la cerradura y vi cómo la argolla vibraba, aunque el hombre no la tocaba.

Seguía de pie, inmóvil, con esa mirada fija en mí.

Me giré de inmediato y caminé hacia la oficina.

Cerré la puerta con brusquedad y me senté frente al escritorio.

Me incliné sobre mis manos y comencé a rezar en silencio, palabras sueltas que apenas recordaba.

Trataba de convencerme de que todo eran imaginaciones, que la tensión y el sueño me estaban jugando una mala pasada.

Me repetía que la reja seguía cerrada, que nada podía salir de ahí.

No había pasado mucho tiempo cuando un golpe fuerte retumbó desde el fondo.

Fue tan violento que la estructura del pasillo vibró.

Sonó como si alguien hubiera pateado la puerta de la celda con todas sus fuerzas.

El eco viajó hasta la oficina, retumbando en las paredes.

Me levanté con la lámpara, pero me detuve antes de abrir.

Al golpe lo siguió algo peor, un murmullo.

No era una sola voz, eran varias, mezcladas, susurrando todas al mismo tiempo.

Me obligué a caminar de nuevo hacia el pasillo.

Apunté la lámpara y avancé despacio.

El hombre seguía adentro, lo veía de pie, pero lo que escuchaba no correspondía con su boca.

Los murmullos eran de varias personas, como un coro que se mezclaba y crecía, resonando en el aire.

No podía entender las palabras, pero eran claras en número.

Más de una, más de dos, como si un grupo entero hablara desde ese rincón.

Retrocedí con el estómago encogido y corrí de vuelta a la oficina.

Encendí el radio de inmediato para pedir apoyo a la patrulla de turno.

Giré la perilla buscando la frecuencia de siempre, pero la señal estaba muerta.

No había estática, ni ruido, nada.

Moví el aparato varias veces, probé las baterías, y nada.

La comunicación estaba cortada, como si de repente la cárcel hubiera quedado aislada.

Me quedé solo, con la lámpara encendida y el radio inútil sobre la mesa.

El eco del último golpe todavía parecía vibrar en mis oídos.

Poco antes del amanecer, cuando apenas empezaba a aclarear el cielo y yo seguía sentado frente al escritorio, escuché un chirrido metálico que me levantó de golpe.

Era un sonido lento, prolongado, como el roce de hierro contra hierro.

Reconocí de inmediato lo que era, la puerta de una celda abriéndose.

Tomé la lámpara y corrí hacia el pasillo.

El eco del chirrido seguía retumbando cuando llegué al fondo.

Alcancé a ver cómo la reja del hombre se movía sola.

Estaba entreabierta, abriéndose lentamente como si alguien la empujara desde dentro.

Antes de que pudiera reaccionar, se cerró de golpe, con una fuerza que me hizo brincar hacia atrás.

el sonido metálico fue tan fuerte que rebotó en todas las paredes y pareció recorrerme los huesos me quedé mirando sin entender cómo podía moverse sin que nadie la tocara fue entonces cuando lo vi el hombre salió corriendo desde el fondo del pasillo directo hacia la salida de la cárcel Iba desnudo de la cintura hacia arriba, con las marcas negras cubriéndole el torso y los brazos.

Eran tantas y tan oscuras que parecían extenderse por su piel como raíces vivas.

La luz de mi lámpara lo alcanzó apenas unos segundos, lo suficiente para ver la expresión de su cara, una mezcla de furia y risa que no parecía humana.

Corrí tras él gritando que se detuviera, pero mi voz no tuvo efecto alguno.

Se movía rápido, con pasos largos que resonaban en el piso de cemento.

No entendía cómo había abierto la puerta principal, porque las llaves seguían sobre el escritorio, donde yo las había dejado toda la noche.

Nadie más había entrado, y aún así la puerta estaba abierta de par en par.

lo perseguí hasta la entrada pero al cruzar el umbral ya no lo vi afuera las calles de san gregorio estaban desiertas el aire era frío y el cielo apenas comenzaba a iluminarse miré hacia un lado y hacia el otro pero no había rastro de él Se había desvanecido como si nunca hubiera estado ahí.

Ni pasos en la tierra, ni sombra alguna.

Solo silencio y el pueblo dormido.

Me quedé parado en la entrada varios segundos, con la lámpara en la mano temblando.

El sudor me corría por la frente y el estómago se me revolvía.

Sentía que estaba despierto en una pesadilla de la que no podía salir.

Cuando regresé al pasillo, la celda seguía cerrada.

El candado estaba en su sitio, asegurando la reja como si nunca se hubiera abierto.

Me acerqué con la lámpara temblando y comprobé que estaba bien puesto, sin señales de que lo hubieran forzado.

Pero adentro ya no había nadie.

El colchón estaba intacto, la cama en su lugar y el espacio vacío.

Poco después llegaron los demás policías para relevarme.

Al verme se sorprendieron por mi aspecto.

Yo estaba pálido, con las manos frías y el cuerpo temblando.

Apenas podía hablar.

Les conté lo que había pasado, cómo lo había visto correr hacia la salida y desaparecer en la calle.

Revisaron la celda conmigo, comprobaron el candado y luego se miraron entre ellos sin decir palabra.

Nadie me creyó del todo.

Algunos dijeron que seguramente me había quedado dormido y lo había imaginado.

Otros comentaron que tal vez había escapado por una rendija o que algún cómplice había abierto la puerta.

Pero ninguno pudo explicar cómo el candado seguía puesto, intacto, cuando yo juraba haberlo visto abrirse y cerrarse solo.

Tampoco había forma de justificar cómo la puerta principal estaba abierta, si las llaves seguían sobre el escritorio, sin que nadie las hubiera tocado.

Desde ese día, cada vez que recuerdo esa guardia, estoy convencido de que ese hombre no era un detenido común.

No era un borracho escandaloso ni un pleitista de cantina.

Había algo más en él, algo marcado por fuerzas que no comprendía.

no sé si las marcas en su cuerpo eran tatuajes cicatrices o símbolos pero parecían tener vida propia tampoco sé a dónde corrió cuando salió de la cárcel ni cómo logró desvanecerse en cuestión de segundos lo único que sé es que esa noche en san gregorio me tocó vigilar a alguien que no pertenecía a un encierro de 24 horas era otra cosa algo que no debía estar ahí

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