Episode Transcript
Nunca me he presentado como exorcista ni como santo.
Yo siempre he sido el ayudante, el que carga los libros y las cosas del padre Ignacio, y se queda pegado a la pared mientras todos miran al poseído.
Cuando lo conocí tenía 24 años.
Entré al seminario con la idea de ordenarme, pero entendí rápido que no estaba hecho para dirigir una parroquia ni para estar al frente del altar.
El obispo me pidió que no me alejara, y el padre Ignacio me tomó como su ayudante fijo, un laico para los casos difíciles.
Con él aprendí a preparar altares, a tratar con familias desesperadas, y a aguantar la mirada de una persona que ya no habla como persona.
En varios pueblos lo acompañé en casos de supuesta posesión.
Vi hombres fuertes llorar como niños, mujeres delgadas empujar a tres personas al mismo tiempo, jóvenes insultar al padre y repetir los pecados de sus propios padres.
En todos esos casos, después de varios días de ritual y oración, la persona terminaba más tranquila.
No siempre quedaban perfectos, pero podían dormir, comer y caminar sin tirarse al piso, ni escupir sobre las imágenes.
Yo creí que todos los casos iban a seguir ese patrón, hasta que el obispo nos llamó a su despacho y nos habló de San Gregorio, un pueblo escondido entre cerros y sembradíos.
El párroco de ese lugar le había escrito varias veces, decía que una muchacha de 19 años llevaba semanas con cambios bruscos de carácter, gritos, fuerza que no coincidía con su cuerpo flaco, rechazo a todo lo religioso y momentos en los que parecía conocer pecados de personas que casi no trataba.
Un médico general de la cabecera ya la había revisado.
No encontró infección ni fiebre alta, ni un cuadro claro que explicara esos ataques.
Estuve presente cuando el obispo le entregó al padre una carpeta con los datos del caso.
La joven se llamaba Teresa López.
Sus padres eran Rodolfo y Elena.
Tenían dos hijos menores.
Vivían en la calle principal del pueblo, frente a una tienda pequeña que ellos mismos atendían.
El problema llevaba varias semanas.
La familia casi no dormía y los vecinos empezaban a hablar de maldición.
El obispo le pidió al padre Ignacio que fuera, que revisara el caso con calma, que no se dejara llevar por exageraciones, pero que tampoco lo minimizara.
Yo como siempre iría con él.
Salimos con una maleta donde el padre guardaba el ritual de exorcismos, una biblia marcada en varias partes, una estola morada y un crucifijo de madera pesado que llevaba desde su primera parroquia.
yo me senté junto a la ventana del autobús y mire el camino primero pasamos por tramos de carretera ancha con trailers y carros de paso luego empezaron las curvas los cerros secos y el polvo que se levantaba con cada vuelta a lo lejos se veían parcelas de maíz corrales con vacas arroyos casi secos y casas dispersas cuando bajamos en la parada de san gregorio sentí que dejábamos atrás la ciudad y cualquier comodidad El camino hacia el pueblo era de tierra.
Había casas de bloc sin pintar, otras de adobe y cercas con alambre.
El camino principal llevaba directo a la plaza, donde había un kiosco oxidado y bancas de cemento.
A un lado se levantaba la iglesia, paredes descarapeladas, manchas de humedad y un campanario con la cruz chueca.
pocas personas caminaban por ahí algunas cargaban bolsas del mercado otras nos veían desde sus puertas midiendo a los forasteros el párroco local nos recibió en la entrada del templo era un hombre delgado de unos cincuenta años con el cabello muy corto y ojeras profundas Nos saludó con respeto y empezó a hablar de Teresa.
Dijo que antes era una muchacha seria, que ayudaba en la casa y cantaba en misa con voz firme.
Después empezó a contestar con groserías, a tirar los platos, a empujar a su hermano menor con una fuerza que no coincidía con su peso.
En las últimas semanas se lanzaba contra las imágenes religiosas.
Escupía cuando pasaban frente a ella, con el agua bendita, y se reía mientras intentaban rezar junto a su cama.
Mientras hablaba, yo recorrí con la vista el interior de la iglesia.
Había bancas rayadas, un altar con flores marchitas, imágenes de yeso con la pintura caída en la cara y en las manos, veladoras consumidas a la mitad con la cera regada.
Se notaba que la parroquia vivía con lo justo.
El párroco dijo que habían pasado varias noches en vela junto a la familia, que la muchacha ya casi no comía y que en los últimos ataques hablaba cosas que nadie entendía.
El padre Ignacio lo escuchó y le dijo que quería verla y hablar con los padres cuanto antes.
La casa de los López quedaba a unas cuadras sobre la misma calle principal.
Era una construcción de una planta con fachada de bloc gris y una cortina metálica en la parte del negocio.
El párroco tocó y nos abrió Doña Elena.
Tenía el cabello recogido, los ojos hinchados y un mandil manchado de comida.
Detrás de ella se asomó un niño de unos doce años y más atrás, una niña más pequeña que abrazaba una muñeca sin soltarla.
ahí conocimos a don rodolfo era un hombre robusto de piel quemada por el sol manos grandes llenas de callos y barba mal rasurada saludó al padre ignacio con respeto y apenas me miró se notaba desgastado Nos pidió que pasáramos al cuarto de su hija.
Caminamos por un pasillo estrecho, con paredes manchadas y puertas de madera, golpeadas en la parte baja como si les hubieran pegado con los pies.
La puerta del cuarto de Teresa tenía marcas profundas, como si la hubieran golpeado con alguna herramienta o mueble.
Adentro, la cama ocupaba casi todo el espacio.
La ventana daba a la calle, pero la cortina estaba corrida y por dentro habían colocado una tabla clavada a la pared para evitar que la abriera.
Frente a la cama colgaba una cruz de madera sencilla.
el aire olía a sudor viejo y a encierro teresa estaba sentada en la cama recargada en la pared tenía el cabello pegado a la frente el rostro hundido ojeras marcadas y los labios agrietados sus manos mostraban rasguños y moretones en los antebrazos se veían líneas rojizas como si se hubiera jalado con fuerza o hubiera rasguñado a otros Sus pies descalzos tocaban el piso frío.
En la cabecera habían amarrado una cuerda gruesa, que en ese momento estaba suelta, pero dejaba claro que la habían sujetado ahí en ataques anteriores.
La observé tratando de imaginar a la muchacha que ayudaba en misa, pero ella levantó la cabeza antes de que pudiera pensar más.
Buscó mi cara entre todos, sus ojos se clavaron en mí, como si me conociera desde antes.
Entonces habló, sin gritar, con una voz firme y burlona.
Mencionó un pecado que yo había cometido años atrás, en otro estado, cuando todavía estaba en el seminario.
Dijo el lugar exacto, la frase que yo pronuncié, y el nombre de la persona con la que estaba.
sentí que se me aflojaban las piernas y que el estómago se me encogía el padre ignacio me miró de reojo sorprendido y yo entendí que ese caso no se parecía a ninguno de los que habíamos visto ahí en ese cuarto caliente y maltratado supe que el demonio que hablaba por la boca de teresa me conocía mejor de lo que yo quería aceptar después de ese primer encuentro el padre Ignacio decidió que no podíamos dar un solo paso sin revisar bien lo básico él siempre decía que antes de hablar de demonios había que ver al cuerpo y a la cabeza de la persona Así que lo primero fue volver a hablar con el médico, que ya había visto a Teresa.
Era un doctor general, que atendía en una casa adaptada como consultorio, a unas cuadras de la plaza.
El médico nos recibió con confianza.
Le contó al padre que había revisado a Teresa varias veces.
Dijo que la encontró muy delgada, con taquicardia cuando estaba alterada, pero sin fiebre alta ni golpes internos.
le había revisado la cabeza el abdomen y los reflejos pero no encontró signos de infección grave ni datos de un ataque epiléptico clásico comentó que le había dado pastillas para dormir unos días pero la familia dejó de usarlas cuando vieron que los ataques seguían igual o peor El padre Ignacio le preguntó si alguien le había dado otro tipo de medicamentos, tranquilizantes más fuertes o drogas.
El médico lo negó.
Conocía a la familia desde hacía años y no los veía capaces de eso.
Nos repitió que, desde su punto de vista, lo que pasaba no tenía que ver con algo médico.
de ahí pasamos de nuevo con los padres de teresa los sentamos en la sala frente al retrato de primera comunión de su hija el padre les pidió con calma que nos dijeran en qué momento había empezado todo doña elena nos explicó que al principio sólo notaron cambios de carácter Teresa respondía con enojo por cosas pequeñas.
Luego comenzaron las noches en vela.
Decía groserías que nunca usaba, insultaba a su padre y se reía cuando ellos rezaban el rosario.
Don Rodolfo agregó, que una vez la encontraron en el patio en plena madrugada, con los pies descalzos sobre el cemento frío, mirando fijo al cielo y murmurando palabras en un idioma que ellos no conocían.
El padre preguntó si alguien había jugado con tablas, invocaciones o cosas de brujería.
Ellos aseguraron que no.
La familia era conocida por su apego a la iglesia, No había altares raros en la casa, ni objetos extraños, solo santos, crucifijos y veladoras.
Los hermanos menores dijeron que solo la habían visto hablar sola y empujar cosas, pero que nadie en la casa hacía juegos de ese tipo.
Yo fui anotando todo en una libreta para no dejar cabos sueltos.
Con esos datos, el padre Ignacio tomó la decisión de iniciar el ritual oficial de exorcismo.
Me tocó preparar todo.
En el cuarto de Teresa movimos la cama un poco para dejar espacio frente a ella.
puse una mesa pequeña contra la pared encima coloqué el crucifijo de madera pesado del padre el ritual de exorcismos abierto donde me indicó una biblia una botella con agua bendita un recipiente con sal bendita el rosario grueso de madera y una vela grande la cruz que ya estaba colgada en la pared se quedó en su lugar solo la enderecé porque estaba aladeada acordamos que durante las sesiones sólo estaríamos el padre yo y los padres de teresa los niños se quedaron en casa de unos vecinos cerramos bien las ventanas y la puerta para evitar que la gente del pueblo se asomara yo sentía el estómago apretado pero ya conocía el procedimiento tenía claro que debía sostener el libro cuando el padre me lo pidiera vigilar que teresa no se golpeara contra la cabecera y estar pendiente de los padres que a veces se desmoronaban a mitad del ritual Cuando comenzó la primera sesión seria, Teresa estaba sentada en la cama, con las manos sobre las piernas.
Tenía la mirada baja y los labios resecos.
El padre se colocó frente a ella con la estola morada sobre los hombros, el crucifijo en la mano derecha y el libro apoyado en la izquierda.
Yo me quedé ligeramente a un lado, lo bastante cerca, para sujetar a Teresa si se lanzaba hacia adelante.
Los padres se pegaron a la pared con los dedos entrelazados.
El padre Ignacio inició las oraciones en latín.
Al principio la muchacha no se movió, solo respiraba rápido.
Cuando mencionó el nombre de Cristo con firmeza, Teresa levantó la cabeza de golpe.
La expresión de su rostro cambió.
Una sonrisa torcida se le marcó en la boca y empezó a reírse con una risa demoníaca que no coincidía con su cuerpo agotado.
Luego escupió hacia adelante.
El escupitajo cayó cerca de los pies del padre.
Después vinieron los insultos.
lo llamó por su apellido completo le dijo que era un cobarde y que había llegado tarde a muchas partes a mí me lanzó una mirada breve como si no quisiera desperdiciar palabras el padre continuó hizo la señal de la cruz sobre ella con el crucifijo y le lanzó agua bendita cada gota que caía sobre su piel la hacía retorcerse pero no como en otros casos donde se apartaban con miedo aquí lo hacía con rabia Se tiraba hacia atrás, jalaba la cuerda de la cabecera y pateaba la cama.
En un momento empezó a repetir las oraciones del ritual al revés, con una velocidad impresionante.
Yo conocía esas frases y escuchar las deformadas me revolvía el estómago.
No era una simple burla, las repetía como si las hubiera leído mil veces.
Conforme pasaron los días, las sesiones se fueron acumulando.
No recuerdo cuántas fueron, pero recuerdo bien el desgaste.
El cuarto se mantenía con un olor pesado.
La voz se le fue volviendo ronca.
Al leer ciertas partes del ritual, tenía que detenerse un segundo para aclararse la garganta.
Sus manos, que yo siempre había visto firmes, empezaron a temblar ligeramente cuando levantaba el crucifijo.
Lo que más me golpeaba era que las oraciones no tenían el efecto de antes.
En otros pueblos yo había visto a las personas vomitar, llorar con fuerza, desmoronarse, y después de varias noches llegaba la calma, pero aquí no pasaba eso.
Teresa tenía ratos de aparente quietud, se quedaba recostada con los ojos entrecerrados, respirando profundo.
A veces pensábamos que el demonio estaba cediendo, pero en cuanto el padre retomaba una parte fuerte del ritual, la muchacha se reía, decía groserías nuevas y se burlaba de cada gesto religioso.
El demonio respondía versículos, como si llevara años en catecismo, contestaba las preguntas antes de que el padre terminara la frase y recordaba escenas de exorcismos pasados.
Una tarde, durante una de esas sesiones, el ataque se dirigió por completo al padre Ignacio.
Teresa levantó la cabeza despacio.
La mirada ya no estaba perdida, sino fija en él.
Con esa voz gruesa dijo su nombre completo, como aparece en los documentos oficiales de la diócesis.
Luego mencionó a una mujer enferma de cáncer que lo había llamado cuando estaba en otra parroquia.
Dijo el nombre del hospital, el número del cuarto y la fecha.
Relató cómo el padre había recibido el recado y decidió ir al día siguiente.
Cuando llegó, la mujer ya estaba muerta.
El demonio, a través de Teresa, repitió la frase que el padre había dicho por dentro en ese momento, una que nunca le contó a nadie.
Yo me quedé frío, esa información no estaba en ningún informe ni en ninguna carta.
El padre se quedó mudo, el rostro se le puso pálido, intentó seguir leyendo, pero se le trabó la lengua.
Se saltó una línea completa del ritual y repitió otra.
Durante unos segundos miró a Teresa sin decir nada, con los ojos muy abiertos, como si no supiera desde dónde seguir.
Yo nunca lo había visto así.
En los otros casos siempre mantenía una seguridad que contagiaba incluso a las familias.
Ese día vi miedo en él, miedo real, no por la muchacha, sino por lo que se reveló de su propia vida.
Fuera del cuarto, el pueblo ya comentaba todo.
Cuando salía a comprar pan o agua, escuchaba a las personas en la tienda.
Algunos decían que lo que pasaba en casa de los López era castigo por algún pecado escondido.
Otros juraban que todo era teatro para llamar la atención.
El pueblo entero estaba pendiente de lo que pasaba ahí dentro, aunque pocos se acercaban a preguntar.
la sesión que marcó el límite llegó después de varios intentos el padre comenzó como siempre con la estola puesta y el crucifijo en alto teresa empezó a sacudirse a reír a repetir frases del ritual con tono de burla La voz del padre se quebraba a ratos, gotas de sudor le caían por las sienes.
Yo veía cómo apretaba la mano alrededor del crucifijo para sostenerlo.
En un punto, cuando pronunció una parte fuerte del rito, Teresa soltó una carcajada larga, continua, que se le salió del pecho, como si se estuviera ahogando en risa.
Cuando por fin se detuvo, su cuerpo se aflojó y cayó hacia un lado, como si se hubiera desmayado.
La respiración siguió pesada, con un silbido leve en cada salida de aire.
El padre Ignacio se sentó en una silla con la cabeza inclinada hacia adelante.
Estaba exhausto.
me pidió que cerrara el libro y lo dejara sobre la mesa miró a teresa miró a los padres y luego me miró a mí en pocas palabras me dijo que nunca se había enfrentado a algo así admitió que no sabía si iba a lograr expulsar a ese demonio Yo salí del cuarto con un peso distinto al de otros casos.
Ese día dejé de creer que la insistencia bastaba para ganar todas las batallas que llevábamos en nombre de Dios.
Con el paso de las sesiones, la casa de los López se fue descomponiendo igual que todos nosotros.
Doña Elena casi siempre tenía los ojos hinchados.
Se notaba que lloraba en ratos donde nadie más la veía.
Sus manos temblaban cuando llevaba café al cuarto de Teresa.
Don Rodolfo había adelgazado mucho y empezó a fumar sentado en el sofá, frente a la televisión apagada.
El párroco del pueblo también se veía rebasado.
Una tarde nos dijo que el padre Ignacio mejor se quedara a dormir en la casa parroquial, porque los gritos lo habían dejado inquieto.
y quería estar cerca del templo.
Aceptamos.
Desde ese día, por las noches, yo acompañaba al padre a la iglesia.
Se quedaba largos ratos de rodillas en una banca frente al sagrario.
Apoyaba los codos en el respaldo de la banca de enfrente y entrelazaba las manos como si buscara fuerza en ese gesto.
a ratos abría el ritual de exorcismos y volvía a leer las mismas páginas que ya conocía de memoria luego pasaba a la biblia marcaba pasajes con pequeños papeles escribía notas en hojas sueltas que yo veía salir de su maletín yo lo miraba desde atrás Veía cómo sus hombros se hundían con cada día que pasaba.
Sus ojeras se hicieron más profundas.
Comía poco y rápido.
A veces apenas probaba el guisado que la señora de la parroquia le llevaba y se volvía a encerrar en la iglesia.
Supe que no era una simple tensión por un caso difícil.
Algo lo estaba quebrando por dentro y no solo era cansancio físico.
en una de las últimas sesiones el ambiente en el cuarto de teresa se sentía espeso habíamos encendido la vela grande la única que quedaba casi completa la cera se había ido derramando por un lado formando una especie de columna pegada al plato Teresa estaba recostada, con la cabeza sobre una almohada aplastada.
Respiraba agitada, pero no gritaba.
El padre Ignacio se colocó frente a ella con la estola puesta y el crucifijo en la mano.
Yo me acomodé cerca de la cabecera.
Cuando comenzó a rezar, la reacción fue distinta.
Teresa no se lanzó hacia adelante ni empezó con los insultos habituales.
Abrió los ojos despacio y fijó la mirada en el padre.
La voz que salió de su garganta fue más baja, pero firme.
Habló con calma y dijo con palabras claras que no pensaba irse de esa casa sin llevarse a alguien más.
Lo dijo como una condición, no como amenaza vacía.
Después empezó a mencionar otra vez los pecados del padre, pero esta vez no lo hizo a gritos ni con risas.
Los relató como si leyera una lista.
Yo miré al padre Ignacio.
Vi cómo bajaba la cabeza un poco y cómo apretaba el rosario con la mano libre hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
La mandíbula se le marcó.
El demonio a través de Teresa.
lo humillaba al hablar de momentos que ya estaban confesados y perdonados por lo menos en teoría le repetía que no servía que todo ese ritual no valía nada que al final perdería igual era un golpe directo a su conciencia la sesión terminó en falso Teresa se fue quedando sin fuerza los ojos se le cerraron a medias El padre detuvo las oraciones antes del punto donde siempre insistía más.
Cerró el libro con cuidado y lo dejó sobre la mesa.
Dijo que así no iban a seguir, que esa dinámica no llevaba a ninguna parte.
Nos pidió a todos que saliéramos del cuarto.
Yo salí detrás de él, dejando a la muchacha recostada y a los padres al borde del llanto.
De camino a la iglesia, el padre Ignacio caminó en silencio.
Yo iba a su lado, cargando el libro y la botella con agua bendita.
Cuando entramos al templo, el ambiente estaba frío.
La luz que venía de las pocas ventanas altas dejaba franjas sobre las bancas.
El padre se acercó al altar, dejó un momento el crucifijo sobre la mesa y luego se volvió hacia mí.
Metió la mano en el maletín y sacó su cuaderno de notas, el mismo donde llevaba apuntes de todos los casos desde que yo lo conocí.
Me lo entregó y me dijo que lo guardara bien, que si algo pasaba lo llevara al obispo y que no dejara sola a la familia de Teresa.
no hablo de sacrificios ni de heroísmos fue una instrucción directa después me pidió que fuera a la casa de los lópez a ver cómo seguía la muchacha mientras él se quedaba ahí en compañía del señor así lo dijo no dudé tomé el cuaderno lo guardé dentro de mi mochila y regresé por la misma calle de tierra hacia la casa me fui directo al cuarto de teresa doña elena iba detrás de mí y al entrar vi a la muchacha recostada en la misma cama pero su cara se veía distinta seguía delgada y pálida pero la expresión había perdido esa dureza que yo ya conocía Los músculos de la mandíbula estaban relajados, no hacía muecas, y los labios estaban cerrados, sin la sonrisa torcida de los ataques.
El aire en el cuarto olía a cera y a sudor, pero ya no se sentía la misma tensión en el ambiente.
Me acerqué y le hablé por su nombre.
Abrió los ojos despacio, me reconoció y pronunció mi nombre con la voz muy baja, como quien despierta de una enfermedad larga.
No me insultó ni me escupió.
Solo preguntó, casi en un susurro, si sus padres estaban ahí.
Yo hice una seña a doña Elena.
Ella corrió hacia la cama y se arrodilló a un lado.
Empezó a llorar, pero esta vez eran lágrimas mezcladas con alivio.
Don Rodolfo entró después, se llevó las manos a la cara un momento, luego se inclinó hacia su hija y tomó una de sus manos.
Los hermanos se asomaron desde la puerta, con miedo de acercarse demasiado.
Yo no canté victoria, pues había visto personas calmarse antes de volver a perderse en gritos, así que solo anoté en mi cabeza cada detalle, la voz, la mirada y la postura del cuerpo.
Les dije que iría a avisar al padre Ignacio.
Salí de la casa con paso rápido y cuando llegué a la iglesia encontré las puertas cerradas por dentro.
Toqué varias veces, llamé al padre por su nombre, pero no hubo respuesta.
Fui a la casa parroquial a buscar al párroco del pueblo.
Le conté que la puerta no abría.
Buscó una llave distinta y regresamos juntos.
La cerradura se dio después de varios intentos.
Dentro del templo, la luz era más escasa que antes.
Entraba en tiras finas por las ventanas de arriba.
Caminamos hacia adelante, y fue ahí, cerca del presbiterio donde lo vimos.
El cuerpo del padre Ignacio colgaba de una cuerda atada a una viga.
Los pies le quedaban a pocos centímetros del suelo.
La estola ya no estaba en su cuello y la cara mostraba una mezcla difícil de describir.
Entre cansancio y algo que parecía alivio, el párroco soltó un grito ahogado y corrimos a bajarlo.
aflojamos la cuerda como pudimos lo recostamos sobre el piso frío frente al altar le busqué el pulso en el cuello y en la muñeca pero no había nada el cuerpo estaba pesado y quieto en ese momento entendí que se había adelantado a la jugada del demonio que había aceptado llevarlo consigo para que soltara a teresa y después se quitó la posibilidad de que esa presencia siguiera usando su cuerpo lo demás fue trámite aunque para mí no dejó de ser duro Avisamos al obispo por teléfono.
Llegaron autoridades civiles, levantaron un acta.
Escribieron que era suicidio dentro de un templo.
Hubo comentarios, preguntas y rumores.
Pero, al final, el cuerpo del padre Ignacio fue velado en esa misma iglesia, con poca gente, algunas veladoras encendidas y un ataúd sencillo.
No hubo discursos largos, solo un par de palabras del obispo y del párroco local.
Mientras tanto, Teresa fue mejorando.
Al principio solo se levantaba para ir al baño.
Después empezó a comer pequeños trozos de pan, luego platos más completos.
Caminaba despacio por el patio, se bañaba con ayuda de su madre e intentaba peinarse sola.
Con el tiempo volvió a hablar con frases completas.
Recordaba casi todo, pero había huecos en su memoria durante las sesiones.
No hubo más insultos ni ataques extraños, y nadie volvió a verla retorcerse en la cama ni hablar con esa voz gruesa.
Yo seguí visitándolos un tiempo, y pude comprobar por mí mismo que en esa casa ya no pasaban cosas raras.
Y el pueblo retomó su rutina.
El obispo decidió apartarme de los exorcismos.
Me envió a otra parroquia a hacer tareas normales.
Catecismo, grupos, ayuda en oficinas.
Nunca discutí esa decisión.
Seguí adelante con lo que me tocaba.
Solo me quedé con el cuaderno que el padre Ignacio me había entregado esa tarde.
Lo guardo en un cajón envuelto en una bolsa junto con su crucifijo de madera.
A veces lo saco, lo veo y repaso los apuntes de otros casos.
Ninguno se parece al de San Gregorio.
Ese fue el único, donde el demonio no fue expulsado frente a todos, sino que se fue detrás de un hombre que se ofreció como blanco y terminó colgado en un lugar donde había servido toda su vida.
Cada vez que toco ese crucifijo, recuerdo esa casa ese pueblo y esa iglesia ahí entendí que no todos los exorcismos terminan con victoria y que algunos se pagan con la vida de quien se atreve a enfrentarlos hasta el final
