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TRAILEROS: Casi Se Vuelven Comida Para Lo Que Se Escondía En El Monte Historias De Terror - REDE

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Speaker 2

Me llamo Alvin y soy trailero desde hace más de 10 años.

Me acostumbré a las jornadas largas, a manejar de noche, a enfrentarme con el cansancio y con los peligros de siempre.

Asaltantes, retenes falsos, animales atravesándose en la carretera o choques por imprudencias.

Nada de eso me sorprendía ya, porque era parte de la vida en el volante.

Entre dos municipios del norte, en un tramo de la carretera federal que no pasa de 20 kilómetros, comenzaron los accidentes de tráileres.

Siempre era lo mismo, la llanta delantera reventada, el camión perdiendo el control y saliéndose del camino.

Algunos alcanzaban a frenar, otros acababan volcados.

Lo raro era la frecuencia, porque en pocos meses escuchamos de varios casos seguidos.

Y lo más extraño, todos caían en el mismo lugar, casi a la altura de una curva poco pronunciada donde no había nada especial.

En las gasolineras y en las paradas de comida, los choferes no hablaban de otra cosa.

Algunos aseguraban que las llantas no estallaban solas, que algo las estaba cortando.

Decían que los neumáticos quedaban con tajos limpios, como si hubieran pasado por una cuchilla.

No eran explosiones por calor ni desgaste, eran cortes directos.

Yo escuchaba las conversaciones mientras comía.

Había quienes aseguraban que eran asaltantes.

Según ellos, alguien ponía cuchillas o navajas en la carretera para provocar los accidentes y luego aprovechar el caos para robar.

Otros pensaban que eran trampas de gente del monte, tal vez buscando venganza contra el gobierno o contra los transportistas.

Todos coincidían en que no era normal que siempre pasara en ese mismo punto.

Yo mismo no quise darle tanta importancia al principio.

Pensaba que, tal vez, las llantas venían defectuosas, o que la carretera estaba dañada en un punto específico.

Pero después de escuchar tres casos en menos de una semana ya no pude ignorarlo.

Tres compañeros de rutas diferentes habían sufrido lo mismo en el mismo tramo.

Eso no podía ser coincidencia.

Una tarde me tocó recorrer ese camino.

Iba solo con la caja medio cargada y decidí no pasarlo como siempre, a buen ritmo y con el pie pesado.

En lugar de eso bajé la velocidad.

Quería observar con calma.

El sol comenzaba a caer y la carretera se pintaba de naranja.

Las sombras de los árboles al costado se alargaban sobre el pavimento.

Avancé con precaución, mirando hacia la orilla.

No tardé en ver los primeros indicios.

Pedazos de caucho tirados en el acotamiento, restos de neumáticos arrancados, desgarrados en tiras negras que se extendían varios metros.

Frené un poco más y encendí las luces porque el sol ya estaba bajando.

Seguí avanzando despacio, con los ojos bien abiertos.

A unos metros adelante, justo en el borde derecho, noté un brillo extraño.

Era un destello metálico que resaltaba entre la tierra y la gravilla.

Solté el acelerador y dejé que el tráiler se deslizara despacio.

Me estacioné sobre el acotamiento y puse las intermitentes.

Bajé con la lámpara de mano y me acerqué con cuidado.

El camino estaba vacío, ni un carro, ni un ruido.

me agaché y vi que el brillo provenía de algo medio enterrado en la terracería parecía un metal plano como una hoja tenía la punta hacia arriba apenas asomando sobre el nivel de la carretera en una posición que habría cortado cualquier llanta que pasara encima me quedé observando con la sensación de que alguien lo había puesto ahí con intención me quedé un momento mirando el objeto Lo primero que pensé fue en sacarlo, pero algo me detuvo.

Sentí una incomodidad que no supe explicar como si al tocarlo fuera a pasar algo más.

Encendí la lámpara y barrí con la luz hacia adelante.

Noté más pedazos de caucho regados y un par de marcas oscuras en el pavimento.

Huellas de llantas que se habían desviado con violencia.

Me quedé ahí, parado frente al brillo enterrado en la tierra, entendiendo que lo que contaban los choferes no eran exageraciones.

Algo estaba provocando esos accidentes y lo tenía justo frente a mí.

Encendí la linterna y apunté directo hacia el objeto que brillaba.

Era una cuchilla industrial, de esas que se usan en los talleres para cortar llantas.

Estaba incrustada en el suelo, fija con la punta hacia arriba.

No era basura tirada al azar ni una pieza caída por accidente.

La habían puesto a propósito.

Me agaché para mirar mejor y descubrí que no era una sola.

Había varias cuchillas más, alineadas de manera irregular, unas a la derecha, otras un poco más al centro, siempre justo en el lugar por donde pasaban las llantas delanteras de los camiones.

Estaban apenas cubiertas con tierra y piedras sueltas, como si alguien hubiera tratado de ocultarlas sin esfuerzo, confiando en que de noche serían invisibles.

No había duda de que aquello era una trampa.

Pasé la luz de la linterna sobre la tierra y noté manchas oscuras alrededor.

Era una mezcla pegajosa como caucho quemado y grasa, restos de lo que quedaba al reventar un neumático.

El olor también era inconfundible, un tufo fuerte como de goma chamuscada impregnado en la tierra seca.

Aquello confirmaba que no era la primera vez que las cuchillas hacían su trabajo.

Mientras me incorporaba para revisar más adelante, escuché un ruido detrás del tráiler.

No fue un golpe metálico ni un crujido del motor, sino un sonido húmedo, prolongado, como si algo pesado se arrastrara por la tierra.

Me quedé inmóvil, apuntando con la linterna hacia el frente, mientras el eco del ruido se repetía una y otra vez.

Sentí que venía del costado, hacia donde la carretera se encontraba con el monte.

Tragué saliva y caminé con cuidado hacia un lado del camión.

Cada paso me sonaba demasiado fuerte sobre la grava.

El haz de la linterna temblaba en mi mano, iluminando primero las llantas traseras, luego el suelo lleno de sombras.

El ruido volvió más claro.

Un arrastre húmedo, como carne pegada a lodo.

Apunté hacia adelante y entonces lo vi.

A unos metros, justo en el borde del monte, había una figura encorvada.

Estaba agachada, casi a ras del suelo, moviéndose con sacudidas bruscas que no parecían naturales.

No hablaba ni hacía gesto alguno, solo se balanceaba como si estuviera ocupada en algo.

Me acerqué un par de pasos sin dejar de alumbrar.

La figura se estremeció y alcancé a distinguir un movimiento en su cara.

Parecía estar masticando.

El sonido húmedo coincidía con cada sacudida de su mandíbula.

Era como si triturara algo duro, forzando los dientes hasta rechinarlos.

Levanté un poco más la linterna y la luz le dio de lleno en el rostro.

Lo que vi me paralizó.

Era un hombre o algo que lo parecía.

tenía el cuerpo cubierto de lodo seco y manchas oscuras la boca estaba llena de pedazos de caucho mordía los trozos con fuerza desgarrándolos como si fueran carne cada bocado lo arrancaba con los dientes que se veían manchados de sangre los labios estaban cortados en varios puntos abiertos como heridas frescas Las encías sangraban mientras apretaba contra el caucho, dejando hilos rojos que caían sobre su pecho.

Lo más perturbador eran sus ojos.

Estaban completamente abiertos, fijos en mí, sin parpadear ni un instante.

Brillaban con la luz de la linterna, reflejando un blanco intenso alrededor de las pupilas.

El hombre no dijo nada.

Solo me miraba y seguía masticando, como si no necesitara explicaciones.

Sus movimientos eran rápidos, ansiosos, desesperados por triturar cada trozo de neumático.

Con cada mordida hacía un ruido, un chasquido que se mezclaba con el arrastre de su cuerpo encorvado.

Me quedé asustado.

No estaba frente a un ladrón ni a un asaltante.

El hombre hizo un gruñido bajo.

Se levantó lentamente desde la posición encorvada, estirando la espalda como si le costara trabajo ponerse de pie.

Sus movimientos eran torpes, tambaleantes, pero avanzaba con decisión hacia el tráiler.

La linterna temblaba en mi mano y me di cuenta de que estaba retrocediendo sin pensarlo.

No sabía si correr hacia la carretera abierta o subirme de inmediato a la cabina.

Cuando la luz alcanzó sus brazos, vi que las manos las tenía cubiertas de grasa negra, con pedazos de caucho pegados en la piel y entre las uñas.

Eran restos de lo que había estado masticando.

La visión me revolvió el estómago y me hizo retroceder aún más.

Sentía las piernas flojas y el corazón golpeando en el pecho.

El hombre comenzó a hablar.

Su voz era ronca, desgarrada, como si viniera de una garganta dañada.

Al principio pensé que estaba maldiciendo, pero pronto noté que repetía frases sin sentido.

Murmuraba nombres y direcciones, palabras sueltas que se mezclaban sin orden.

Sonaba como un rezago de conversaciones escuchadas en otro tiempo, repetidas una y otra vez hasta deformarse.

No levantaba mucho la voz, pero el tono me llegó claro, cargado de desesperación.

De pronto, empezó a golpearse el pecho con fuerza, como si quisiera arrancarse algo de dentro.

luego se dio manotazos en la cabeza gimiendo que no podía dejar de escuchar los ruidos del pavimento lo repetía varias veces cada vez más agitado hasta que terminó lanzando un alarido que rebotó en la carretera vacía Antes de que pudiera reaccionar, se lanzó contra el trailer.

Se estrelló directo contra la defensa delantera y comenzó a golpearla con los puños.

El ruido metálico era seco y brutal, como si quisiera arrancarla de un solo tirón.

Cada golpe sacudía el camión y hacía vibrar el suelo bajo mis pies.

Me giré de inmediato, corrí hasta la cabina y subí de un salto.

Cerré la puerta con fuerza, atranqué el seguro y encendí el motor.

Desde el parabrisas lo veía moverse como un animal enloquecido, golpeando el cofre con toda su furia.

Encendí las luces delanteras y los faros lo iluminaron de lleno.

Lo que vi me dejó paralizado.

Tenía el torso cubierto de marcas.

Algunas parecían cortes viejos, cicatrices largas y torcidas, pero otras eran heridas recientes, abiertas y sangrantes.

Eran tajos hechos con cuchillas idénticas a las que yo había visto enterradas en el suelo.

La sangre le corría por el abdomen y el pecho, mezclándose con la grasa y el lodo.

y aún así seguía golpeando, como si no sintiera dolor.

De repente dejó de pegarle al cofre y desapareció de mi vista.

Escuché un golpe contra la defensa lateral y comprendí que se había arrastrado hacia abajo.

Me incliné un poco y miré por el retrovisor.

No lo veía, pero sí escuchaba los ruidos.

Eran golpes metálicos repetidos como si estuviera manipulando algo bajo el tráiler.

El sonido me recordó al que hacen los mecánicos cuando sueltan piezas a martillazos.

El ruido se trasladó hacia la parte central del camión.

Era claro que estaba intentando dañar algo.

Sentí el vehículo moverse.

Escuché cómo raspaba y jalaba.

Imaginé sus manos manchadas de sangre buscando las mangueras o los tanques de aire, intentando cortar, arrancar o romper.

El rechinar metálico se mezclaba con jadeos y gruñidos que venían desde el suelo.

Yo me aferraba al volante, temblando, sin atreverme a meter velocidad todavía.

Sabía que, si avanzaba, podía arrollarlo.

Pero también tenía miedo de que hubiera colocado más cuchillas adelante, listas para destrozar mis llantas.

Cada segundo se me hacía eterno, con el motor encendido y la figura arrastrándose bajo el trailer como si quisiera destriparlo.

No aguanté más la tensión.

Metí la primera y solté el embrague con fuerza.

El trailer se sacudió y avanzó unos metros mientras escuchaba como algo golpeaba la parte baja.

El motor rugía y el camino se abrió frente a mí.

No quise mirar hacia atrás, pero lo hice.

En el retrovisor alcancé a ver al hombre.

Estaba descalzo, con los pies manchados de lodo y sangre, corriendo detrás de mí.

su cuerpo se tambaleaba como si fuera a caer en cualquier momento pero sus pasos eran rápidos casi imposibles para alguien en ese estado me siguió varios segundos con los brazos extendidos como si intentara sujetar la caja del tráiler Su figura se fue perdiendo poco a poco en la distancia hasta que desapareció por completo, tragada por la oscuridad de la carretera.

Seguí manejando sin frenar, con las manos temblando en el volante.

Cada kilómetro se me hizo eterno y solo recuperé algo de calma cuando vi a lo lejos las luces de la caseta de vigilancia.

Me estacioné frente a la garita y bajé de la cabina con las piernas flojas.

Apenas podía hablar, pero logré contarle a los federales lo que había visto.

Les expliqué sobre las cuchillas en el suelo y sobre el hombre cubierto de lodo que había intentado destrozar el trailer.

Ellos me miraban incrédulos, como si pensaran que exageraba, pero al ver mi estado decidieron tomarme en serio.

Un grupo salió de inmediato rumbo al tramo que señalé.

Yo me quedé en la caseta, sentado en una banca metálica, respirando con dificultad.

Cuando regresaron, confirmaron que efectivamente habían encontrado cuchillas industriales clavadas en la terracería.

Las retiraron una por una, dejando el acotamiento limpio, pero dijeron que no había rastro de ningún hombre en la zona.

Ni huellas, ni restos, ni señales de alguien escondido en el monte.

Era como si nunca hubiera estado ahí.

Los días siguientes se llenaron de comentarios.

En las paradas de siempre se hablaba de lo que había pasado.

Algunos choferes me buscaban para que les contara directo, y aunque no quería, terminé relatando lo básico.

A la semana, otro conductor aseguró que había visto al mismo hombre.

Dijo que lo encontró sentado al borde del camino, masticando pedazos de caucho como si fueran pan.

Sus manos estaban negras de grasa y sangre, y lo observaba con los ojos fijos mientras arrancaba más tiras de un neumático reventado.

Los rumores crecieron.

Unos decían que ese hombre había sido un mecánico de carretera, alguien que perdió la razón después de un accidente donde murieron varios choferes.

Otros aseguraban que no era un simple loco, sino alguien que había hecho pactos con la carretera, ofreciendo accidentes y sangre a cambio de seguir vivo.

Cada versión era más extraña, pero todas coincidían en lo mismo.

Ese tramo estaba marcado.

Yo decidí que nunca volvería a pasar de noche por ahí.

Si me tocaba esa ruta, buscaba otra salida o programaba el viaje para que me agarrara de día.

No quería arriesgarme a volver a encontrarme con él, mucho menos solo.

En las semanas siguientes, los accidentes disminuyeron.

Ya no se escuchaban noticias de tráileres volcados cada pocos días.

Parecía que el problema se había resuelto con la retirada de las cuchillas y la vigilancia extra.

Pero de vez en cuando, entre los relatos de carretera, alguien aseguraba que, al amanecer en medio de la neblina, había visto una figura agachada junto a los restos de neumáticos reventados.

Decían que se trataba del mismo hombre, masticando despacio, como si siguiera alimentándose de lo que dejaban los choques pasados.

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