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LAS TRES CRUCES MALDITAS Historias De Terror - REDE

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Speaker 2

Desde niño escuché a los mayores hablar del arroyo que corría al pie de la sierra.

Decían que después de las diez de la noche nadie debía pasar por ahí, porque el agua ya no era la misma.

Algunos aseguraban que en la madrugada cambiaba de color, que dejaba de verse clara para tornarse espesa.

con un tono oscuro que se confundía con la tierra.

Eran historias repetidas en cada plática de sobremesa.

Yo mismo había acompañado a mis padres por esa zona en el día, y el arroyo parecía inofensivo.

Agua corriendo entre piedras, orillas llenas de hierba y pájaros que bajaban a beber.

Pero en las noches, contaban los viejos, todo cambiaba.

Lo curioso es que nadie quería comprobarlo.

En la orilla había tres cruces de madera clavadas en el suelo.

Estaban torcidas por el tiempo, con clavos oxidados que apenas sostenían la estructura.

Siempre tenían veladoras apagadas a los pies, junto con restos de animales que aparecían sin explicación.

Había huesos de gallinas, plumas chamuscadas, pieles de cabra.

Nunca se veía a nadie colocarlos, pero cada vez que alguien pasaba de día, ahí estaban.

Algunos vecinos afirmaban haber visto sombras moverse entre las piedras del cauce.

Hablaban de figuras que se agachaban y desaparecían en segundos.

Otros decían que eran personas rezando en la madrugada, pero al intentar acercarse no encontraban a nadie.

Yo crecí escuchando esas historias, y quizá por eso mismo me quedó la espina de querer comprobarlas.

Lo comenté con mis amigos.

La idea de ir al arroyo de madrugada surgió en una plática, y al principio todos rieron, pero poco a poco se convirtió en un reto.

nos convencimos de que las historias eran exageraciones queríamos demostrar que no pasaba nada que el agua era agua y que las cruces eran sólo pedazos de madera vieja esperamos a que todos durmieran reunirnos a escondidas y caminar hasta el arroyo para verlo con nuestros propios ojos La noche elegida fue en luna nueva.

Recuerdo que salí de mi casa asustado, cuidando no despertar a mis padres.

En el camino nos encontramos todos, con linternas viejas y chamarras delgadas para el frío.

Íbamos entre risas nerviosas, empujándonos unos a otros para disimular que nos temblaban las manos.

El aire se sentía distinto desde antes de llegar.

Al acercarnos, vimos las cruces desde lejos, iluminadas por la tenue luz que caía de las estrellas.

Estaban ahí, firmes aunque desgastadas, con las veladoras apagadas y los restos de animales alrededor.

Yo iba al frente, caminábamos en fila, riéndonos entre empujones y bromas, tratando de disimular la tensión.

Cada tanto alguno levantaba la linterna hacia el monte, solo para comprobar que no hubiera nadie siguiéndonos.

El silencio se volvía incómodo, porque lo único que se escuchaba era el sonido de nuestras botas sobre la tierra suelta y el murmullo lejano del agua que corría entre las piedras del arroyo.

Ese murmullo tan tenue parecía marcar el ritmo de nuestros pasos.

Cuando llegamos a la orilla, las linternas iluminaron de golpe las tres cruces.

Estaban clavadas en el suelo, torcidas por el tiempo pero firmes todavía.

No eran simples maderos, sino cruces trabajadas con clavos grandes, como si alguien hubiera querido asegurarlas para que no cayeran con facilidad.

lo que más llamó la atención fue lo que había alrededor no estaban solas el suelo estaba rodeado por círculos de sal dibujados con precisión y en algunos puntos había cabellos humanos amarrados en nudos extraños como pequeños manojos incrustados en la tierra el grupo se quedó en silencio unos segundos al principio intentamos seguir con las bromas diciendo que, seguramente, era cosa de curanderas viejas o de alguien aburrido que quería asustar al pueblo.

Pero ahí estaban los restos de animales recientes.

Una gallina con las plumas todavía pegadas al cuerpo, la piel abierta en cortes irregulares.

Más allá, un cabrito pequeño con la cabeza torcida y las patas atadas con mecates.

El olor era fuerte.

como carne recién muerta mezclada con sangre seca.

Nadie dijo nada durante unos segundos.

Ya no eran huesos viejos ni plumas chamuscadas como las que otros habían visto de día.

Eran restos frescos colocados con intención.

uno de los del grupo eudoro dijo que todo era un montaje para asustar a los que creían en esas cosas levantó una piedra y la lanzó contra la maleza como si quisiera demostrar que no pasaba nada cuando vio que los demás seguíamos serios decidió ir más allá caminó hasta una de las cruces levantó la bota y la pateó con fuerza La madera crujió, se dobló y terminó por romperse en dos, cayendo al suelo con un golpe seco.

Nadie lo detuvo, pero ninguno compartió la risa que soltó después.

Se inclinó, levantó la mitad de la cruz y la arrojó a un lado, burlándose, diciendo que nada pasaría, que todo eran cuentos de pueblo.

Lo dijo con tanta seguridad que por un instante quise creerle.

El aire se sentía más frío y el murmullo del agua cambió de tono, como si se hubiera vuelto más rápido, más irregular.

El resto del grupo se miró en silencio, con las linternas apuntando hacia el suelo.

Ya nadie reía.

Las bromas se habían agotado en el mismo momento en que la cruz se partió.

Después de que la cruz se partió, ninguno se atrevió a hablar.

Nos quedamos ahí, frente al arroyo, observando el agua que corría entre las piedras.

Las botellas de cerveza ya no parecían un apoyo, apenas las sosteníamos sin ganas de seguir bebiendo.

Pasaron unos minutos en silencio, con cada uno mirando en una dirección distinta, hasta que una corriente de aire cruzó.

Fue tan repentina que levantó polvo y hojas secas.

Lo extraño fue que en ese mismo instante todas las linternas se apagaron.

No fue una por pila gastada, fueron todas al mismo tiempo, como si la ráfaga hubiera arrancado la luz de golpe.

Quedamos a oscuras.

Fueron apenas unos segundos, pero se sintieron largos, interminables, como si alguien hubiera cerrado todo alrededor.

Cuando la luz regresó, nadie hizo un comentario.

Solo nos miramos de reojo, tratando de convencernos de que había sido casualidad.

Aún así, todos apretaban más fuerte las linternas, como si esperaran que volvieran a apagarse en cualquier momento.

Se escuchó un chasquido entre los árboles, justo frente a nosotros, en la orilla contraria del arroyo.

No fue una rama cayendo, fue un ruido seco, como si alguien hubiera quebrado un palo con las manos.

El sonido se repitió una vez más, más cerca, y todos giramos al mismo punto, iluminando con los haces temblorosos de nuestras linternas.

No había nada, solo el monte cerrado y la negrura entre los troncos.

Alguien nos estaba observando desde ahí.

El primero en hablar fue Eudoro intentando reír, aunque la voz le salió más temblorosa de lo que quería.

dijo que seguramente eran animales que todo era nuestra imaginación nadie lo contradijo pero tampoco nadie le creyó del todo ellas y comenzamos a subir de nuevo por el camino de terracería, mirando constantemente hacia atrás.

La risa nerviosa nos acompañaba, cada uno inventando comentarios para quitarle peso al momento, pero en el fondo sabíamos que lo que habíamos visto y escuchado no eran exageraciones.

El trayecto de regreso se sintió más largo que a la ida.

El aire seguía frío, y más de una vez volteamos creyendo escuchar pasos detrás de nosotros.

Aceleramos el paso sin decirlo en voz alta, con la intención de dejar atrás aquel sitio lo más rápido posible.

Ya cerca de las primeras casas del pueblo, cuando por fin vimos los postes de luz en la calle principal, los perros comenzaron a aullar.

No fue un ladrido común, fue un aullido largo, sostenido, que se repitió en varias casas a la vez.

Los animales parecían responderse entre ellos, como si algo los hubiera puesto en alerta al mismo tiempo.

Nos detuvimos, sin saber si seguir caminando o esperar.

Entonces se escuchó el chillido.

Vino desde el monte, agudo, como un grito que no parecía humano.

Se extendió por segundos y luego se apagó, dejando a los perros aullando más fuertes.

Nos quedamos inmóviles, con la piel erizada y las linternas temblando en nuestras manos.

Nadie tuvo valor de decir palabra.

En ese instante, supimos que lo que los mayores habían advertido no eran simples cuentos.

A la mañana siguiente, el pueblo amaneció inquieto.

Apenas salimos de nuestras casas, escuchamos a los vecinos quejarse de la noche anterior.

Decían que los perros no habían dejado dormir a nadie, que desde la medianoche hasta casi el amanecer estuvieron aullando sin descanso.

Algunos aseguraban que no solo aullaban, sino que parecían correr de un extremo a otro de los patios, como si persiguieran algo invisible.

Todos hablaban con cansancio, pero también con molestia, porque no era normal que tantos animales se comportaran de la misma forma.

Nosotros evitamos mirarnos de frente.

Ninguno quiso abrir la boca sobre lo que habíamos escuchado en el monte.

Fingimos que no sabíamos nada, que habíamos dormido como todos los demás, aunque por dentro llevábamos la misma incomodidad que los vecinos describían.

El chillido seguía fresco en mi cabeza, un sonido que no se parecía a nada que hubiera escuchado antes.

No quise ni imaginar qué hubieran dicho si contábamos lo que realmente pasó.

Durante el día tratamos de mantener la rutina.

Cada uno se ocupó en lo suyo, en mandados, trabajos o simples vueltas por el pueblo.

yo mismo notaba que cada vez que pasaba cerca del camino hacia la sierra el estómago se me apretaba no hacía falta decirlo en voz alta algo había cambiado al caer la noche nos reunimos otra vez esta vez en casa de uno de los muchachos la idea era cenar juntos reírnos de lo ocurrido y convencernos de que no pasaba nada Sobre la mesa había tortillas, frijoles y un par de refrescos.

Nos esforzábamos en hablar de cosas normales, de la escuela, de partidos de fútbol, de lo que se escuchaba en la radio.

Pero todos teníamos la mirada cansada.

Fue entonces cuando escuchamos los golpes en la ventana.

No fueron suaves, repetidos tres veces, como si alguien golpeara con la palma abierta.

Nos quedamos asustados, mirándonos en silencio.

Uno de los del grupo se levantó para asomarse, corrió la cortina con cuidado, y lo único que vimos fue la oscuridad de afuera.

El patio estaba vacío, pero justo en ese momento la linterna que sostenía iluminó algo entre los árboles.

Una sombra se movió rápido, como si se deslizara de un tronco a otro.

No pudimos distinguir forma humana ni animal, solo un bulto oscuro que se esfumó antes de que la luz pudiera alcanzarlo por completo.

Todos nos acercamos a la ventana, pero ya no había nada.

Todos entendimos que el golpe en la ventana no era una coincidencia ni una travesura de algún vecino.

Había sido para nosotros un aviso directo después de lo que habíamos hecho en el arroyo.

No teníamos ánimo para seguir ahí como si nada.

Cada quien debía regresar a su casa y callar.

Así lo hicimos, guardando las cosas rápido, sin mencionar lo ocurrido a nuestra familia.

Esa noche me fui caminando solo, con las manos sudando alrededor de la linterna.

No encendí la luz para no llamar la atención, pero tampoco dejé de mirar hacia atrás.

Sentía que algo se movía entre las calles, siguiéndome a distancia.

Al llegar a mi casa, no dije nada.

Saludé como si todo fuera normal y me encerré en mi cuarto.

Los días que siguieron al regreso del arroyo fueron inquietos para todo el pueblo.

Desde temprano comenzaron a circular comentarios entre los vecinos.

Algunos juraban haber visto figuras femeninas en los techos durante la madrugada, agachadas en los bordes como si vigilaran las calles.

También decían que al pasar por el camino de terracería que llevaba hacia el arroyo, habían notado siluetas en las ramas de los mezquites, inmóviles, observando desde arriba.

Nadie se atrevía a acercarse demasiado.

El rumor creció rápido, hasta convertirse en tema de conversación obligada en la tienda y en las casas.

Nosotros también empezamos a verlas, no de cerca, pero a lo lejos, cuando nos reuníamos en las noches o caminábamos por la orilla del pueblo.

Entre las ramas de los mezquites, a varios metros de altura, alcanzábamos a distinguir formas femeninas.

Permanecían quietas, con el cabello largo cubriéndoles el rostro.

sin hacer un solo movimiento aunque el viento agitara las hojas era imposible confundirlas con pájaros o con sombras eran presencias completas de día casi nadie hablaba del tema pero llegada la noche el ambiente se transformaba las casas quedaban más calladas que nunca las puertas cerradas con doble seguro y aún así los ruidos comenzaban primero eran pasos en los techos como si alguien caminara lentamente sobre las láminas luego piedras que caían de golpe rebotando hasta llegar al patio la primera noche pensé que eran sueños pero al día siguiente los vecinos lo confirmaron todos habían escuchado lo mismo Uno de los muchachos del grupo empezó a enfermarse a los pocos días.

Primero lo notamos pálido, cansado, con ojeras que no se le quitaban ni con descanso.

Después confesó que no podía dormir, que sentía una mirada fija cada vez que se acercaba a una ventana.

Decía que, aunque las cortinas estuvieran cerradas, sabía que alguien lo observaba desde afuera.

Al contarlo, la voz le temblaba y la piel se le erizaba.

Evitaba salir de noche y apenas hablaba con los demás.

Eudoro desapareció.

Su familia lo había esperado toda la noche y, al ver que no llegaba, salieron a preguntar a los vecinos.

Fue cuestión de minutos para que la noticia corriera por todo el pueblo.

nadie lo había visto después de la cena nos reunimos los demás con la sensación de que ya sabíamos dónde buscar aunque nadie lo quería decir caminamos por las calles apagadas con linternas en mano preguntando en cada casa y mirando en los patios revisamos la cancha el kiosco y hasta los corrales pero no había rastro de él uno de los de grupo dijo que lo buscáramos en el arroyo Nadie quería aceptar ir, pero tampoco teníamos otra opción.

Si algo le había pasado, era allá donde debíamos buscar.

Fuimos cuando todavía estaba oscuro, y con cada paso el aire se hacía más frío.

Avanzamos en silencio, apenas con el ruido de las botas sobre la terracería.

La caminata se sintió interminable, como si el camino se alargara más de lo normal.

Llegamos al amanecer.

El sol apenas asomaba sobre la sierra, pintando de gris las piedras y el agua que corría despacio.

Lo primero que vimos fue la cruz rota, la misma que había caído días antes.

Ya no estaba en el suelo, sino erguida otra vez en su lugar, como si alguien la hubiera clavado de nuevo durante la noche.

frente a ella colgada en los brazos de madera estaba ropa desgarrada la reconocí al instante era la camisa de nuestro amigo desaparecido estaba rasgada en varios puntos manchada con tierra y algo más oscuro sentí que el estómago se me revolvía y la garganta se me cerraba Los demás también la reconocieron.

Nos quedamos a unos metros de la cruz, incapaces de acercarnos más.

Las linternas seguían encendidas, aunque el sol ya iluminaba lo suficiente.

Nadie se atrevió a tocar la ropa, ni siquiera a dar un paso hacia adelante.

Uno de los muchachos sugirió avisar de inmediato a las autoridades locales.

Nos retiramos despacio, mirando de reojo la cruz que se mantenía firme, con la ropa colgada balanceándose apenas con la brisa.

Nadie habló en el camino de regreso.

Esa madrugada supimos que la desaparición no era un accidente.

Lo que se había desatado desde la noche en que rompimos la cruz estaba cobrando un precio.

Con el paso de los días, el hallazgo de la cruz erguida con la ropa colgada se convirtió en un tema imposible de ocultar.

Los vecinos comenzaron a hablar sin reservas, aunque nunca lo hacían frente a nosotros.

Decían que esas cruces no habían sido puestas para recordar a nadie ni como simples advertencias.

Según ellos, eran sellos, colocados para mantener algo encerrado en el agua del arroyo.

Algunos ancianos fueron más directos.

Decían que lo que salió esa noche buscaba venganza, y que no lo haría contra cualquiera, sino contra quien rompió el sello.

Esa idea comenzó a crecer entre todos, porque sabíamos quién lo había hecho.

Nadie lo dijo en voz alta, pero la sombra de su ausencia lo confirmaba.

Había sido él quien pateó la cruz, él quien se burló, y ahora era el primero en desaparecer sin rastro.

Lo más inquietante era pensar que no sería el último.

Desde entonces, el arroyo quedó prohibido incluso de día.

Cada persona que pasaba cerca se persignaba, aunque fuera a plena luz del sol.

El arroyo permanece igual, con sus piedras y su agua, pero ya nadie lo ve de la misma manera.

Es un recordatorio de que hay sitios que no deben retarse, porque no están vacíos, están guardando algo, algo maldito.

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