Episode Transcript
Dicen que cuando alguien muere, su recuerdo se queda vivo en quienes lo amaron.
Pero,¿ qué pasa cuando no es solo el recuerdo lo que sigue presente?
Esta es la historia de una familia en Aguascalientes que, tras la muerte de una joven llamada Daniela, comenzó a experimentar cosas que no pudieron explicar.
Pasos en la madrugada, mensajes escritos en el espejo.
y una puerta que parecía abrirse hacia otra oscuridad.
Esta es una historia real perturbadora y que quizá te haga pensar dos veces antes de apagar la luz esta noche.
Mi nombre es Efraín Sosa.
Esto es Hablemos de Terror.
Y te reto a que te quedes hasta el final.
Si lo logras, házmelo saber.
Déjalo en los comentarios.
Y si no, también.
Te voy a compartir la historia que se titula Lo que quedó de Daniela.
Crecimos en una casa de adobe en el límite de la ciudad, rumbo a San Gerardo.
Fuera todavía se oían gallos, esto obviamente al amanecer y cuando suplaba el aire.
La tierra del camino se levantaba en remolinos chiquitos que se metían por las rendijas de las ventanas.
A mi papá le gustaba decir que esa casa estaba bien asentada, que por eso no se movía ni con los camiones que pasaban hacia Jaltomate.
Pero yo siempre sentí lo contrario.
Que la casa no estaba asentada sobre la tierra, sino sobre algo hueco, como si abajo hubiera una bóveda enorme silenciosa esperando.
Ahí vivimos Daniela y yo con mi mamá.
Papá empezó a dormir cada vez menos en la casa desde que se fue a trabajar de noche a una bodega.
A veces no volvía en dos o tres días.
Daniela, la mayor, era de las que se pierden en su propio mundo.
Le gustaba leer, no hablaba de más.
Cuando reía, lo hacía con una risa corta, como si se cuidara de no llamar la atención.
Cuando Daniela murió.
Hace tres años ya.
La versión que se dijo fue que...
Fue un accidente.
Mija, hay cosas que no se entienden y mejor dejarlas así.
Nadie quiso entrarle a los detalles.
En el velorio, entre rezos y murmullos...
Yo vi a mi mamá apretar tanto el rosario que le quedaron los dedos marcados.
A mí me tocó quedarme a dormir la primera noche después del entierro porque mamá se fue con una tía.
No sé por qué lo hice, la neta.
Tal vez para demostrarme que se podía.
Encendí una veladora en la sala, junto al retrato donde Daniel aparece con una blusa azul y con el pelo recogido.
El silencio fue otra cosa, no era el mismo de siempre, este pesaba.
Esa noche escuché por primera vez los pasos.
Al principio pensé que eran los del vecino.
Trae un perro enorme que rasca la barda.
pero los pasos venían desde el pasillo, de la dirección del cuarto de Daniela.
Los conté con los dientes apretados.
Uno, dos, tres, hasta cinco.
Ahí se detenían.
Yo miraba la puerta entreabierta del cuarto.
La línea negra que deja la oscuridad cuando la luz de la sala ya no alcanza.
Y sentía el corazón en la garganta.
No me levanté.
Me quedé sentada en el sillón con la veladora pareciendo respirar.
Y me dije cosas tontas para no pensar que eran crujidos el techo, que la madera se acomoda, que la casa respira cuando cae la noche.
Pero después vino el olor.
El perfume de Daniela, ese que olía a limpio, como con un toque dulzón, apareció como si alguien lo hubiera rociado en el aire.
Lo reconocí, pero al instante.
No lo había vuelto a oler desde antes del funeral.
Me puso la piel chinita.
A la mañana siguiente, con la luz del sol volviendo todo más normal, Entré por fin al cuarto.
Tenía las persianas bajas, el ambiente tibio, un poquito de polvo.
Sobre el buro vi un cuaderno que yo mismo había guardado días atrás en una caja.
Su diario.
Me quedé un buen rato parada viéndolo como si fuera un animal raro.
Lo abrí.
Las primeras hojas eran de cuando estaba en la prepa.
Listas de pendientes, cosas de la escuela, canciones.
En medio de las páginas, una hoja suelta con una frase en su letra flaquita.
No me dejes aquí.
Me agarré del marco de la cama porque sentí que el piso se me hacía blandito.¿ Aquí dónde?
Pregunté en voz alta y mi voz sonó extraña como si no fuera mía.
Cerré el cuaderno, lo metí de nuevo a la caja y empujé la caja hasta el fondo del closet.
Los días siguientes fueron iguales en una cosa.
La casa, que de por sí se quedaba con los ruidos, empezó a guardarse otros también.
Un portazo suave en la cocina cuando yo estaba en el patio.
Un suspiro que creí mío y no.
un me oyes chiquitito que juraría que escuché una tarde que estaba lavando los trastes empecé a dormirme tarde por miedo a que la noche me pescara desprevenida el sueño me caía de golpe a las 4 y de 6 a 8 soñaba que Daniel estaba sentada en el filo de mi cama mirando el patio por la ventana en el sueño no hablaba Solo estaba con su blusa azul de siempre como si fuera una tarde cualquiera.
Mediados de septiembre un aguacero dejó todo frío.
Se fue la luz un rato y yo encendí otra veladora.
El olor a humedad se mezcló con el perfume que ya me perseguía.
Y me quedé...
Me quedé dormida en el sillón de la sala y desperté porque alguien me acomodó una cobija.
Fue tan claro que me incorporé creyendo que era mi mamá.
No había nadie.
La cobija estaba sobre mí, metida debajo de mis pies como lo hacía Daniela cuando yo era niña y me quedaba dormida viendo la tele.
No le dije nada a nadie.
En la casa de mis tías no hablan de estas cosas.
A mi mamá la veía mejor cuando fingíamos que todo era normal, pero a solas...
En serio, yo sabía que la casa estaba distinta y que algo de Daniela no se había ido.
No sé si fue consuelo o miedo lo que sentí, tal vez las dos cosas.
Lo que sí sé es que a partir de esa noche empecé a escuchar otra cosa además de los pasos.
Un roce de hojas, como si...
Alguien pasara las páginas de un libro, pero con cuidado, como buscando algo.
Ya sé que eres tú, dije una vez al pasillo vacío con un nudo en la garganta.
Pero no me asustes, por favor.
Y lo juro que por primera vez desde su muerte sentí que la casa dejaba de apretarme un poco.
La mañana que me animé a abrir bien el closet de Daniela fue un sábado, había dormido poco.
Afuera olía como elote cocido porque un señor pasa con su triciclo por la calle ofreciendo elotes y esquites al vapor.
Y pues se mete por las ventanas.
Abrí el closet, bajé todas las cajas, una de ropa, otra con libretas, una más como con juguetes viejos que se quedaron ahí de cuando éramos niñas y jugábamos a la tiendita.
Abajo de todo, contra el fondo, una caja de zapatos con la tapa cubierta como papel contact floreado.
Ahí estaba la carta.
La carta no tenía fecha ni nombre.
Era de su letra, eso sí, seguro.
Decía con esas palabras que se te quedan pegadas.
Si estás leyendo esto, es que ya no estoy donde creen.
No me busques.¿ Dónde me dejaron?
Estoy cerca, atrapada, no me olvides.
La leí parada sin sentarme como si sentarme fuera a volverlo oficial.
Perdieron los ojos, quise enojarme, pensé que era una broma cruel que alguna vez escribió sin imaginar que iba a pasar lo que pasó.
Pero no.
Esa letra tenía prisa, tenía algo que reconocerías de inmediato si conocieras a mi hermana.
Un temblor chiquito cada vez que se emocionaba o se asustaba.
Doblé la carta, la guardé en la bolsa de mi sudadera y me quedé viendo la caja tratando de adivinar si había más.
Encontré fotos, una donde salimos en la feria de San Marcos, recién peinadas, con manzanas de caramelo y los cachetes rojos.
Otra en la que Daniel está en la azotea colgando ropa y parece que sonríe, pero al fondo se ve la sombra de alguien en la puerta.
Un bulto nomás.
Un manchón.
Que en su momento no me dijo nada y ahora me pareció fuera de lugar.
Había también una bolsita de como para organizar.
Hay cositas.
Una bolsita con una medallita de San Benito, un listón azul, un frasquito con perfumito ya seco.
Todo con un olor como guardado, como dulce, antiguo.
Me quedé sentada en el piso del cuarto así con esas cosas a un lado.
El reloj ya marcaba como las once.
Los rayos del sol se colaban por las persianas.
Esa idea fue ver a Lupita, mi vecina de enfrente.
Es
Speaker 2de
Speaker 3esas personas que siempre tienen la casa oliendo a canela y que si les cuentas algo fuerte no se espanten.
Le dije que estaba soñando con mi hermana, escuchaba cosas en la noche que encontré la carta.
Me miró como quien hila despacio un suéter y me dijo, mira niña yo no sé de esas cosas, pero si te está pidiendo que no la olvides igual nomás quiere que la nombres.
Hazle un altarcito bonito, platícale.
Tú conoces la casa, si algo no anda bien, la casa te avisa.
Nomás no juegues con cosas que no entiendes.
Le prometí que no iba a hacer locuras cuando salí me topé a Doña Trini, la del puesto de gorditas de la esquina.
Me paró de frente.¿ Escuchan hablar sola, mija?
Nomás cuídate.
No supe si reír o llorar.
Esa tarde limpié el cuarto de Daniela, sacudí las cortinas, trapé con agua tibia y un chorrito de pinol.
Ventanas abiertas para que el aire barriera ese olor viejo.
Puse la foto de la feria en el buro, la medallita sobre la foto y al lado un vaso con agua.
No era un altar tal cual, pero yo sentía que era como un gesto.
Si estás aquí, ya sabes.
Le dije, no te voy a olvidar.
No lo aprendí en ningún lado, me salió.
Por la noche en el baño vi algo que me dejó helado.
El espejo estaba empañado por el agua caliente de la regadera.
Y encima de lo empañado estaban unas letras como torcidas.
Todavía aquí.
Me quedé clavada viendo las palabras formar chorritos.
Toqué el vidrio, no quise gritar.
Abrí la puerta para que se fuera el vapor y ante mis ojos las palabras se fueron borrando.
Salí corriendo con la toalla agarrada muy fuerte sintiendo que la piel me sembraba.
No le conté a nadie del espejo, en cambio me puse a hablar con Daniel en voz baja.
La noche me acostaba y le platicaba cosas tontas de mi día.
De la señora que venden opalitos, del ruido del camión.
Si me daba miedo me tapabas a la frente como si volver a ser niña me protegiera.
A veces mientras hablaba el aire del cuarto olía como al perfume.
O se oía el roce de hojas como cuando alguien ojea un libro con calma.
Y una vez lo juro que escuché casi casi su risa desde la cocina.
La carta la traía conmigo a todos lados, la tocaba a través de la bolsa y me calmaba.
Empecé a dormir mejor.
Los pasos seguían, sí, pero yo ya no me quedaba paralizada.
Me repetía, no me dejes aquí y me respondía como si ella pudiera oírme.
No te dejo.
Todo iba así, una paz rara hasta que empecé a notar otra cosa.
Las 3 de la mañana en punto, varias noches seguidas, el reloj de la sala se detenía y luego arrancaba con un golpecito seco.
3 y 10, 3 y 20, 3 y 30 y de pronto, ¡tac!
Una palmada.
Cada vez que pasaba, el perfume se volvía más fuerte y yo sabía que venía una presencia.
Y entonces fue cuando escuché su voz.
Clarita por primera vez desde que se fue.¿ Me ayudas?
La madrugada en que escuché ese me ayudas sentí como la piel se me hizo de gallina de pies a cabeza.
No contesté, no por mala, sino porque la garganta no me reaccionó.
Me quedé viendo la puerta del cuarto abierta, la oscuridad del pasillo como un rectángulo donde no cabe el aire.
Y allí entre el marco y la sombra juraría que vi el borde de su blusa azul.
Muy poquito.
Lo suficiente como para que yo me incorporara con cuidado.¿ Qué necesitas?
Pensé decir.
Pero no salió sonido.
Al otro día fui al mercado.
Compré verduras con mi mamá.
Y aproveché que ella se quedó viendo unos trastes y me acerqué a un puesto donde venden imágenes, veladoras, copal.
La señora que atiende trae siempre una pulsera de esas con bolitas.
Una mirada de esas que te revisan sin prisa.
Le conté a medias lo que me pasaba, no le dije nombres ni direcciones, nada.
Ella nomás sintió y me dijo...
No le cierres la puerta, niña, pero pon límites.
A los difuntos se les habla con cariño, no con miedo.
Agua limpia, una vela blanca y cuando la sientas pesada abre la ventana y dile que recuerda su risa, no su dolor.
Nada de invocarla ni de jugarle al valiente.
Y si se llega a sentar encima de ti, acuérdate que eso es nomás el susto.
Regresé a la casa con una vela blanca, con un puñito de copal.
En la tarde encendí la vela y el copal, muy poquito para no tirar humo.
Dije su nombre con cariño, le conté del mercado, de la señora, del puesto de fruta, de todo.
Me sentí ridícula, pero al mismo tiempo me alivianó.
Y esa noche dormí profundo.
Hasta que no.
A las tres.
Y algo, el reloj hizo su golpecito seco.
Desperté como si me hubieran jalado del sueño por los tobillos.
Hacía mucho más frío.
No helado.
Y sentí el peso.
Se sentó en mi pecho, así, sin avisar, como si una persona se acomodara en la orilla de la cama y de paso te aplastara el esternón con el brazo.
No podía moverme, la respiración se me hizo cortita.
Con ruido.
Abrí los ojos.
Al principio, obscuridad.
Y luego, la silueta de alguien cerca.
Reconocí el olor del perfume y después de unos segundos eternos la vi.
No con detalle, no crean, pero suficiente.
Contorno de su cara, el brillo de los ojos.
Y con una voz muy suave de pronto escuché No quiero estar sola.
Quise llorar, me dieron ganas de alcanzarla, como cuando una hermana te pide ayuda y tú corres, pero el cuerpo no cooperaba.
Moví apenas los dedos, hice fuerzas para levantar la mano y en cuanto logré rozar el aire donde imaginé su brazo, el peso se quitó.
La puerta del cuarto estaba cerrada, de pronto crujió y se abrió un poco.
No hubo golpes ni corriente, solo ese chirrido conocido.
Aunque me dio miedo, sentí algo extraño, una ternura.
Aquí estoy, le dije ya con voz.
La vela de la sala estaba apagada, así que no había luz.
Más que la de la calle, entrando flojita.
La mañana siguiente amanecí con la medalla de San Benito en mi almohada.
Yo la había dejado la tarde anterior sobre la foto del buró.
Soy de las que sueñan y caminan, que yo sepa.
Me la colgué nomás por no dejar.
Le conté a Lupita lo del peso y de la medallita y me dijo que a su sobrina le pasaba lo mismo a veces, lo de que se te sube el muerto.
No es el muerto, es el susto, dijo.
Cuando te pase, muévete tantito del dedo gordo del pie y reza.
Nomás acuérdate que respiras.
Y si es tu hermana, pues dile que la quieres, pero que no te asuste.
Fácil.
Sí, para ella muy fácil decirlo.
Esa semana cada noche a las tres y cachito el reloj daba su golpecito.
No siempre había peso, algunas veces solo el perfume y a veces poquito frío.
Otras desde el baño se escuchaba como una gota que caía sin que ninguna llave estuviera abierta.
El espejo volvió a amanecer con palabras pero más borrosas, como si alguien se hubiera arrepentido a la mitad.
Toda vi.
Las borré con la palma y no quise pensar.
Una vez mientras doblaba la sábana sentí que me acomodaban un mechón de cabello detrás de la oreja.
Les juro que me quedé con el corazón retumbando.
¡Ya, Dani!
¡Ya!
Luego sí vino algo que me sacó del carril.
Encontré en el fondo de otra caja un recibo de una consulta psicológica que...
Daniel había tenido unas semanas antes de morir.
No decía mucho, solo la fecha, el nombre de la psicóloga y un sello.
Me agarró una culpa agria por no haber preguntado en su momento.
Le conté a mamá y pegó la mirada en la pared.
Me dijo, yo la llevé.
Quería sentirse mejor.
Estaba...
Estaba triste.
No quise apretar más la herida.
Le ofrecí té.
Nos quedamos calladas, oyendo el tránsito.
Y en su silencio entendí que había dolores que no se cuentan.
Esta noche no hubo golpecito, hubo algo diferente.
Un golpecito en la puerta de la casa.
Tres veces, suaves.
Mamá y yo nos miramos desde la mesa y le dije,¿ esperas a alguien?
A estas horas, ¿no?
Abrí la puerta y la calle vacía.
Perro al vecino dormido, farol parpadeando.
Me regresé con la sensación de haber llegado tarde a algo.
Al pasar por el pasillo vi la puerta del cuarto de Daniela más abierta de lo que la dejé.
Adentro sobre la cama, extendida con cuidado, estaba su blusa azul.¿ Quieres que te recuerde así?
Le pregunté.
Puse la blusa en el respaldo de la silla como esperando que alguien viniera a ponerse.
Y ese fue el error.
O el acierto, no sé.
Porque lo que vino después ya no fue nada más consuelo, fue el tirón.
Cuando te jalan.
Uno no sabe si vas para abajo o para adentro.
La última semana de octubre, el clima cambió de golpe.
En Aguascalientes pasa que de la nada la tarde se enfría y el aire trae olor como a polvo mojado, aunque no haya llovido.
Esa tarde yo estaba sola doblando ropa, afuera los niños jugaban a la pelota y se oía de lejos un señor que vendía camotes.
La casa estaba tranquila, de ese tipo de tranquilidad que parece como todo en calma.
Puse música bajito en el celular, canciones viejas que a Daniela le gustaban y de pronto el perfume apareció.
No me asusté, al contrario, dije hola, pero sin hablar.
A las 3 y 12, no vi en el reloj.
La luz de la sala hizo una cosa rara.
No parpadeó, pero se puso más amarilla, como cuando prendes una lámpara de poca potencia.
Del cuarto de Daniela salió un aire más fresco que pasó por mis piernas.
Me levanté sin querer, vi la puerta del cuarto, que esta vez no estaba a medio abrir, sino apenas parejada.
Y entendí, no me pregunten cómo, pero me estaban invitando.
Voy, dije.
Bajito.
Caminé despacio.
El cuarto olía a ropa limpia, el perfume que ya había adoptado como señal.
Sobre la cama, la brusa azul, la medallita en el buró.
El vaso de agua con una burbujita pegada al vidrio.
Me acercé a la ventana y corrí un poquito la persiana para que entrara la luz de la calle.
Escuché clarito el roce de las hojas abajo de la cama.
Me agaché, no tanto, nomás lo suficiente como para ver la caja de zapatos floreada.
La jalé.
La tapa estaba floja.
Adentro de más de la carta y las fotos había algo que no había visto.
Un cuadernito pequeño, de esos que venden en la papelería con diseños florales.
Y lo abrí.
No eran diarios completos, eran frases sueltas listas de cosas que me calman, nombres de canciones.
Él me dio una página donde con letra más firme decía Si un día me pierdo, recuérdame cuando reímos en la feria.
No me repitas triste.
Cerré el cuaderno, lo sostuve con las dos manos y sentí que alguien estaba a mi lado, del lado izquierdo.
Como cuando te acompaña alguien y no haces ruido.
Está bien, Dani.
Dije en voz normal.
Te voy a recordar contenta, pero ya no me jales.
En cuanto dije ya no me jales, algo en el cuarto cambió.
La puerta que yo había dejado abierta.
emparejada se abrió más despacio se veía obscuridad no la de cuando se va la luz sino muy oscuro como si el pasillo no estuviera yo no soy tonta di dos pasos atrás la obscuridad no avanzó se veía como demasiado oscuro Se oyó de nuevo eso, pero como un peso, se oyó como un golpeteo en el colchón, como si alguien se sentara conmigo a ver la puerta.
Pareciera que me invitaran a la oscuridad y dije, Dani, no puedo ir a donde estás, no es mi tiempo.
La oscuridad del marco de la puerta hizo lo que hace cuando tienes el sol de frente y cierras los ojos.
Se movió despacito como si respirara.
Entonces sí, su voz.
No dentro de la cabeza, sino como cuando alguien te habla de veras.
No me dejes sola.
Quise correr por mi mamá o por quien fuera, pero me quedé.
Puse la mano sobre la cama a la altura de donde imaginaba su muslo y dije, no estás sola, aquí estoy, pero no me pidas cruzar.
Sentí frío en las yemas de los dedos como cuando tocas agua con hielo.
La oscuridad del pasillo se apretó y vi, no me lo estoy inventando, el filo del marco de la puerta irse perdiendo como si alguien lo borrara con una goma.
Acuérdate de la manzana en caramelo, dije de pronto.
Pontería o salvavidas, no sé.
Acuérdate de cuando nos manchamos los dientes de rojo en la feria.
De pronto la oscuridad dejó de imitar.
Se volvió a ver el pasillo, la pared con el cuadro torcido, la luz amarilla del foco barato.
Puerta rechinó como siempre.
El peso en la cama se fue quitando y la medallita tintineó en el buró leve.
Del vaso con agua la burbuja subió y se reventó en silencio.
Sentí un llanto que no salió en lágrimas.
Me senté en el piso con el cuadernito apretado al pecho.
No te dejo, dije.
Por si todavía estaba.
Pero no me pidas eso.
esa noche dormí de corrido sí, sí soñé raro pero me levanté ligera como como si hubiera dejado un peso en otro lado desde ese día las cosas no se fueron por completo de repente cuando lavo los trastes siento que alguien me observa desde el patio cuando metiendo en la cama la esquina del colchón baja tantito pero ya no se siente ya no hay esa invitación Una tarde barrí debajo de la cama y encontré la blusa azul.
La llevé a lavar, la guardé con mi ropa.
No como reliquia, sino como si fuera mía también.
A veces me agarra el miedo de que un día regrese esa oscuridad.
Invitar.
No sé si entonces me agarra un mal día, una debilidad de esos que todos tenemos y de un paso.
No lo haré.
Eso me repito.
Pero el miedo no pregunta.
Por ahora, cuando siento que la casa se vuelve a quedar con ruidos, prendo una vela y pongo música de la que a ella le gusta.
Le hablo como si estuviera en el cuarto de junto.
Y si la noche se pone pesada, me aferro a una imagen de dos niñas con los dientes pegajosos de caramelo rojo.
Al final de cuentas, Esa extraña oscuridad que se sentía.
Siempre me pregunto si realmente era mi hermana.
Y ya no me pediría que hiciera algo así.
No sé.¿ Tú qué opinas?¿ Qué opinan ustedes, terroríficos?¿ Qué les pareció esta extraña forma de comunicarse?¿ Qué te pareció este relato?
Déjamelo en los comentarios.
Y vámonos por la casa que respira.
Lo voy a contar así.
Como me salió a mí.
Si te sirve para tu video, úsalo tal cual.
Nada más no digas mi nombre, ya sabes por qué.
Nos mudamos a esa casa por necesidad, no por gusto.
Renta barata, tres cuartos, cochera techada y una salita que lea a humedad vieja.
Lo primero que me llamó la atención desde la visita inicial fue el silencio.
Hay casas que hacen ruidos.
Se escucha la tubería, el zumbido del refri, el perro del vecino.
Ahí no.
Ahí era un silencio raro.
Yo bromeé con mi esposa.
Aquí hasta los ecos se apagan y cerré por compromiso.
Pero en el fondo los dos sabíamos que había algo...¿ Cómo decirlo?
Como...
Chueco.
La primera semana estuvo tranquila.
Salvo por los mosquitos.
No era temporada y aún así amanecían pegados en las cortinas como si los hubieran salpicado.
Y el del gas dijo que seguramente habría probablemente un charco en la azotea, un encharcamiento.
Pero subió y no encontró nada.
Fue el primer detalle y uno se acostumbra, ¿no?
Cierras las ventanas, prendes un espiral, un raidolito.
Y ya.
Pero empezó lo otro.
Mi hijo menor, Leo, tiene ocho.
Siempre nerviosón para dormir y esa noche, un sábado, me llamó bajito.
¡Pah!
Hay pasos en la escalera.
La escalera daba a la sala y estaba frente a la puerta del cuarto de él.
Fui, me asomé y nada.
El lunes lo mismo.
Pa, una sombra bajó y se paró fuera del baño.
Ya venía de malas del trabajo y le dije que no estuviera inventando, que era el reflejo de la calle.
Pero para que se calmara me quedé con él hasta que se quedó bien dormido.
Como a la media hora pasó algo que en ese momento quise justificar.
sueló como un golpe en la cocina seco como si hubiera caído un vaso me levanté con cuidado no quería despertar a nadie y en la mesa había un charquito alargado como si alguien hubiera dejado como una mano mojada revisé la llave cerrada el trapo también estaba seco limpie sin hacer mucho ruido regresé a la cama me dije condensación gotera ya revisas mañana no revisé nada el martes mi esposa amaneció ojerosa soñé que alguien estaba parado a tus pies viéndote no le vi la cara me dijo y le hizo así la mano como dibujando un hueco yo me reí como para quitarle miedo Pues si no me habló para pedirme dinero no era de este mundo.
Ella no se rió.
Cuando uno vive con miedo empieza a medir las cosas de otra manera.
Que si el foco parpadea, falso contacto.
Que la puerta del baño se empuja sola, corriente de aire.
Que los juguetes de Leo se prenden a medianoche, baterías gastadas.
Y así llegamos al viernes.
Fue la primera vez que invité a alguien para comprobar que no estaba loco.
Mi cuñado, Toño.
De esos que no creen nada.
Le dije, mira, quédate hoy.
A ver si tú eres muy gallo.
Cenamos, pusimos una película y nos dio la una y media.
Nada.
Toño se estaba quedando dormido en el sillón cuando se oyó el primer arrastre.
Lento.
Insistente.
Como cuando mueves una cómoda pesadota un centímetro por minuto.
Venía de la recámara de Leo.
Corrí y la cómoda estaba, no mucho, pero sí corrida.
Metida contra la puerta por dentro como si alguien le hubiera empujado para atorarla.
Y Leo estaba llorando del otro lado.
Toño y yo le empujamos de vuelta, abrimos.
Mi hijo estaba parado junto al clóset con las manos en los oídos.
Speaker 4Me hablaba, pa.
Me hablaba del clóset.
Speaker 3No dijo lo que le dijo.
No quise ni preguntar.
Esa noche nos quedamos los tres en la sala.
Ya...
Yo traía una lámpara en la mano, Toño un bat de aluminio y Leo hecho bolita entre los dos.
No pasó nada más.
Pero la mañana siguiente cuando abrí la puerta del baño vi otras marcas de agua muy claras bajando por el azulejo.
Dos dedos juntos arrastrados en línea.
No parecían de niños.
Eran como largos.
El domingo fui por un padre.
No...
No para un exorcismo ni nada de película, pues quería que bendijera la casa.
El padre se paró en el umbral, levantó la vista, respiró hondo.
Las casas no siempre empiezan mal, me dijo.
A veces se deforman con los que pasan por ellas.¿ Y qué frase es esa para tranquilizarte?
Aún así entró, rezó, roció agua bendita y mientras rociaba la escalera escuchábamos clarito un golpe de madera contra madera arriba.¿ Hay alguien?
Me preguntó el padre como si fuera normal.
Subimos, nada fuera de lugar, solo el closet de Leo con la puerta entreabierta y un olor como a viejo.
Como a ropero de abuelita.
El padre puso la mano en la madera.
Ciérrenlo por ahora y si vuelve a abrirse me hablo.
Esta noche el closet otra vez abierto.
Es lo que hace un padre normal cuando la cosa se te escapa.
El doctor Leo estaba faltando mucho a su escuela.
Decía que le dolía la panza, la cabeza, que no dormía.
Y el pediatra nos escuchó sin juzgar y dijo, vamos a hacer dos cosas, terapia de sueño y una revisión completa.
Hizo la nota para trabajo social por las faltas que tenía en la escuela.
Me dio vergüenza.
Una parte de mí pensó.
Mira nomás, por andar creyendo en las sombras ya va a venir el gobierno a revisar.
Y otra parte se alivió.
Temer a alguien externo era ponerle luz a lo que se nos estaba pasando.
El jueves de la siguiente semana llegaron una trabajadora social y una enfermera para entrevistas.
Justo a la hora de la comida les ofrecí agua.
Todo bien.
Una enfermera.
Platicamos en la sala.
Leo dibujaba en el piso con lápices viejos.
La trabajadora social preguntó de rutina.¿ Alguien le ha hablado de muertos?¿ Juegos espirituales?
Negué con la cabeza.
Leo levantó la vista.
No, pero en el closet vive un señor que perdió los dedos.
Semeló el estómago y la enfermera quiso seguir como si nada.¿ Y cómo sabes?
Ah, porque huele a su ropa.
Contestó el niño como si fuera obvio.
A las 3 y 20 exactas se fue la luz.
No en la cuadra, solo en la casa.
Se oyó el clic del refrigerador y el silencio se hizo pesado.
La trabajadora social me miró como diciendo, no se asuste enfrente del niño.
Voy por mi lámpara al coche.
No alcanzó ni a ponerse de pie cuando se oyó en la escalera ese arrastre otra vez, pero ahora más rápido, más decidido, como si ya supiera dónde iba.
No sé qué cara puse, lo único que recuerdo es que Leo se tapó los oídos y dijo, ya viene.
Ese día entendí que cualquier explicación normal ya nos quedaba chica.
Y todavía no te cuento lo peor.
La luz volvió a los 10 minutos.
Para nosotros nos duraron años esos 10 minutos.
La trabajadora social se puso toda formal, anotando todo.
Si le parece, volvemos mañana con otra persona para evaluar el ambiente.
Le dijo como subrayando ambiente.
Después era alergia al polvo.
La sentí, pero por dentro rezaba que no regresara nunca.
Y volvieron, puntuales, con una actitud que me gustó.
Ni burlas ni morbo.
Trajeron a un psicólogo infantil, un policía municipal, por protocolos de seguridad, así lo dijeron.
Y yo lo agradecí, no quería armas ni héroes, quería testigos.
Que si un día me quebraba alguien pudiera decir, sí, yo estuve ahí.
El plan era sencillo, platicar con Leo a solas, revisar su cuarto, ver la rutina de noche.
A las 7 la trabajadora social entrevistó a mi esposa en la cocina.
El psicólogo se sentó con Leo.
Pusieron hacer dibujos del policía y yo de pie en el pasillo, escuchando sin meternos.
Empieza lo raro cuando nadie está intentando que pase nada.
Leo estaba dibujando una escalera con un monito negro parado a medio tramo.
Y el psicólogo le preguntó por qué lo pintó sin manos.¿ Por qué no las usa?
Dijo.¿ Y para qué no las usa?
Preguntó el psicólogo.
Para no dejar huellas.
No sé de dónde sacó esa frase.
Mi hijo le gusta el fútbol y las caricaturas.
No es un poeta triste.
El psicólogo me miró de reojo.
Speaker 2Como...
Speaker 3quien apunta algo invisible en su libreta.
Subimos al cuarto, todo normal, la cama tendida, la cómoda donde siempre, póster, juguetes.
Closet cerrado con llave que yo mismo había puesto el día anterior.
Se escuchaban esos golpecitos lejanos en la pared, con un ritmo irregular.
La policía dijo, puede ser la casa asentándose en las vigas.
La trabajadora social pidió hacer una especie de recorrido con el niño para que nos enseñara cuándo y dónde escuchaba cosas.
Y ahí empezó el desfile de vergüenzas.
Aquí cuando apagan la tele.
Aquí cuando mamá cierra esta puerta.
Aquí cuando yo suspiro fuerte.
Todo eso decía Leo señalando puntos que para nosotros eran normales cotidianos y ahora estaban marcados como trampas.
A las nueve y media dijeron que había sido suficiente por ese día.
Volverían la próxima semana con recomendaciones.
Y bueno, ya sabes, la fantasía, ¿no?
Esperaba que los protocolos...
Hicieran una solución milagrosa.
Cuando se fueron, mi esposa quiso rezar en el marco del clóset.
No les des gusto, le dije, para no asustar a Leo.
Estaba hablando de nadie o peor de algo.
Hicimos lo que cualquier familia cansada hace, ver la tele hasta que los ojos te arden.
Comer, aunque no tengas hambre.
A las once y cuarto Leo se quedó dormido en su sillón.
No íbamos a su cama.
Me quedé un rato de pie en la puerta mirando la llave nueva en el closet como si fuera una muralla.
Apaga la luz.
El sonido vino de adentro.
No el arrastre otro.
Como si alguien con paciencia pasara las uñas por la madera por dentro de la puerta.
Despacito.
De arriba hacia abajo.
Ese ruido que te hace doler los dientes.
Dice sin pensarse.¿ A quién le pedí que se callara?
No abrí, me quedé ahí clavado.
Bajé a la cocina, me eché un trago, que no suelo tomar mucho, me lo tomé de un jalón y a las 12 y 20 tocaron la puerta, toquecitos cortos.
Era Toño, no podía dormir.
Me quedé pensando,¿ puedo pasar?
No lo van a hacer porque los hombres somos tontos a veces, pero sí me dieron ganas.
Nos sentamos con la luz prendida y le conté lo de la tarde.
Estábamos platicando y a la una y cinco Leo gritó.
No un grito, un alarido.
Corrimos.
Estaba sentado en la cama, los ojos abiertos como si los sostuviera y las manos en los oídos.
Ya no lo quiero ir, ya no lo quiero ir.¿ Qué dice?
Dice que ya no necesita manos, que ahora quiere voz.
El cuarto se sentía muy frío.
Toño agarró el bat.
Yo, que ya no tenía con qué jugar al valiente, fui por la llave del clóset y la apreté en mi puño.
No lo abras, dijo mi esposa desde la puerta.
Yo tampoco quería, pero tengo un defecto.
Necesito ver de frente lo que me asusta.
Metí la llave, paré un segundo.
Giré.
Fue en ese instante cuando la cama de Leo se hundió como si alguien invisible se sentara a su lado, dejando el hoyo clarito en el colchón.
Toño soltó un no mames.
Todavía me persigue.
Cerré de golpe sin haber abierto del todo, el bulto se deshizo, pero el frío siguió un ratito como...
Como si abrir eso hiciera que alguien saliera.
A las dos llegaron patrullas.
No las llamamos nosotros, fue el policía municipal que había venido en la tarde.
Dejó aviso y el supervisor mandó un rondín extra.
Entraron solo para revisar que todo estuviera bien.
Uno de ellos más grandote se rió con respeto.
Luego la mente juega cosas de noche.
O sea, está como burlándose.
Al dar la vuelta para irse, se resbaló como si hubiera pisado aceite.
Se golpeó la cadera.
Dijo, ay, qué pedo.
Como hasta que se enojó con él.
Tenía los dedos embarrados como de...
Como de aceite.
Como de grasa.
Olía raro.
Como aceite rancio, no de la cocina.
El otro policía se le quedó viendo y le dijo,¿ te tiraste algo?
Hombre, yo fui por servilletas, limpié el piso.
La mancha no estaba antes, no ahí.
Fue muy extraño.
Esa madrugada se fue como...
Como se van las cosas malas sin decir adiós.
Amanecimos...
A las nueve volví a llamar al padre.
Fue directo, me dijo, si quieren puedo hacer oraciones más fuertes, pero también hay cosas prácticas.
Abran ventanas, cambien la cama de lugar, muevan la cómoda, la casa tiene memoria, hay que confundírsela.
Hicimos de todo, cambié la cama de pared, puse la cómoda al otro lado, quité el póster, pusimos sal en las esquinas.
Esta noche no pasó nada, la que sigue tampoco.
Pareciera que todo había vuelto a la calma.
Un jueves, todo tranquilo, Leo dormía solo en su cuarto.
A las 3.11 sonó el teléfono.
Una vez y se cortó.
Nadie nos llama al número de la casa.
Quedé como quieto.
A las 3.14 son otra vez.
Una sola vez.
Cortó.
Me acerqué y tercera.
3.17.
Descolgué.
Silencio.
Apenas un roce, como si alguien pusiera la mano en el auricular.
¿Bueno?
No sé si era la línea o mi cabeza, pero juraría que escuché una respiración pegada a mi oído.
Demasiado cerca, como si estuviera dentro del aparato.
Colgué enojado.
Y en cuanto solté el teléfono, vi un reflejo a mi espalda.
La forma de alguien parado en la puerta del pasillo.
Muy quieto, demasiado derecho, pero volteé y no había nadie.
No era alucinación, Efra.
No cuando otros ya habían resbalado en un aceite que no estaba.
No cuando mi hijo decía frases que no eran suyas.
Nunca te voy a decir era un demonio.
Cosas que entran por puertas que abrimos sin querer.
A ver, aquí es donde mucha gente se enoja conmigo porque esperas que te diga nunca hicimos nada raro y sí, sí hicimos.
No velas negras ni pentagramas.
Internet, curiosidad, desespero, un hilo en un foro donde hablaban de limpiezas caseras con un procedimiento que no debería haber seguido.
Antes de eso vino el intento responsable, pedimos una evaluación más formal, el psicólogo infantil que se ganó mi respeto, no nos trató como locos ni como tontos, dijo que Juan Leo había ansiedad por sueño y una fijación con el clóset.
al final nos soltó delicadamente un hay fenómenos que las familias interpretan de formas distintas no estoy para invalidar a nadie pero el miedo puede compartir síntomas si logramos bajar el miedo quizá bajen los fenómenos yo quería creerle durante tres noches funcionó la cuarta no Recuerdo que era un domingo, había partido, vimos el juego, cenábamos, todo normal.
A las 10 con 20 escuché un golpecito en la cocina.
Fui y una cuchara en el piso.
La dejaste en el borde, me dije.
La levanté y al enderezarme la alacena, vibró como si lo hubieran golpeado desde adentro.
Sutil, pero se vio.
Detrás de mí el cristal del horno se marcó un vaho, como una mancha ovalada, como cuando respiras junto al vidrio frío.
Como si se marcaron así como si hubiera alguien recargado una mano.
Pasó.
El siguiente lunes me topé con un foro.
Gente de todas partes contando cosas.
Una foto con un usuario con una foto de santo decía que había que limpiar nombrando en voz alta lo que no querías para desactivarlo.
Dígalo sin miedo delante del clóset.
Tonto yo.
Hice justo eso.
A las nueve de la noche, con Leo en la sala y mi esposa en la cocina, me paré frente al clóset y dije en voz altas palabras que no voy a repetir aquí por respeto.
Nombré que no quería que eso tocara a mi hijo.
Que no lo dejábamos entrar, que no tenía permiso.
Sentía alivio como cuando sueltas, cuando le cuentas a alguien lo que piensas.
Cerré la sesión del foro, me serví agua y a las 9, la llave que yo había puesto en el closet, di un pequeño clic solita.
No se abrió, pero avisó que seguía ahí.
Mi esposa me regañó con cariño.
Me dijo,¿ para qué lo provocas?
No, no, no, estoy limpiando.¿ Y si mejor te sientas con tu hijo?
Me senté con él, jugamos cartas, todo normal.
A las 10 lo acosté.
Nomás pensé, por favor, que esta noche sea sencilla.
Y si el sueño me ganó en la sala, me despertó un sonido suave, como ropas rozando a las 2.40 de la mañana.
Me paré y vi la luz prendida en el pasillo.
Avancé y la luz venía del cuarto de Leo.
Abrí despacito y él estaba dormido, tranquilo.
La lámpara de buró prendida y el clóset cerrado.
Me acerqué para apagar la lámpara y escuché dentro, desde adentro del clóset, como un aire, como una respiración, como inhalar, exhalar.
Puse la mano en la madera.
Toqué.
De pronto, se escucharon tres golpes.
Toc, toc, toc.
No la abrí.
Bajé a la cocina por la botella de agua y ahí mi segunda estupidez de la noche.
Revisé lo del foro.
Escribí un comentario pendejo y petulante.
Ya lo enfrenté, no se abrió.
Ni cinco minutos tardaron en contestarme.
Si responden, no hables.
Cambia las reglas de la casa, quita la cama, quita la ropa.
Me reí.
Así como no ahorita a las tres de la mañana.
Cerré la computadora y a las 3.17.
Ese número que me había llamado días antes.
Oí que la puerta principal hizo un sonido que no hace si no la tocan.
No golpecito.
Sino la vibración del metal cuando alguien apoya la frente en la chapa.
No me preguntes cómo es el sonido.
Pero eso fue lo que oí.
Y me asomé.
Nada.
Empezaron a pasar cosas muy extrañas.
Canicas que empezaron a rodar solas.
Muñecos que se movían.
Quedaban en un lugar y estaban en otro.
No sabría cómo explicarte.
Cómo escaló.
Todo lo que empezó a pasar.
Empecé a poner cruces.
Volví a hablarle al padre.
Quería que fuera a la casa a hacer algo más, pero me dijo que no.
Tenía que lidiar con eso yo solo.
Recuerdo que de pronto hubo paz por tres, cuatro días.
Pero luego un día Leo amaneció con un arañazo, con un rasguño en el antebrazo.
Como si lo hubieran arañado, un rasguño largo.
Pregunté si se había pegado y me dijo no.
Me habló anoche.
Dice que me siento en su lugar.
Le dije que me dijera dónde y me señaló su cama, ahí al lado, junto a la pared.
Ya no sabía ni qué más mover ni qué más arrancar.
Ya no me quedaban inmuebles, no me quería quedar sin hijos.
Y hice lo que no quería.
Pedí una autorización formal a la diócesis.
No por show, por colos.
Aquí no son de película.
Tardan, preguntan, evalúan.
Pueden tardar semanas, me dijeron.
Yo no tenía semanas.
Le hablé a Toño y le dije,¿ sabes qué?
Esta noche nos quedamos afuera.
Mi esposa no quiso.
Si nos vamos, dejamos la casa sola.
Le dije, ¿qué?
¿Qué?
Yo estaba golpeado, cansado, asustado, culpable, no lo sé.
Tal vez porque yo había iniciado eso, con andar viendo foritos.
Como a las dos de la mañana, escuché otra vez el toc, toc, toc, como con uñas en la madera, bajito.
Ahora sí me dio coraje, no miedo.
Empecé a gritar que no lo quería aquí, que se fuera.
Si necesitas algo, dilo, pero no toques a mi hijo.
Fue lo más estúpido y lo más honesto que he dicho.
El closet no salió ni un golpe, solo silencio.
Curiosamente, al despertar, notamos que había huellas en toda la casa, como de pies descalzos, marcadas como con polvo fino, como de yeso.
quisiera decirte que de pronto hicimos algo que que acabara con todo pero no sé O sea, lo que sigue no es final de película, es lo que me dejó como temblor de mano durante meses.
Te voy a pedir algo.
No busques aquí la escena espectacular, fue breve y suficiente y fueron otros ojos, no los míos, los que me confirmaron que no estaba componiendo un cuento por mi culpa.
La diócesis por fin envió un sacerdote joven.
Y venía con otro ahí, acompañante.
Nada de circo, dos personas con rostro cansado.
Llegaron una tarde para observar, sin que fuera de noche.
Revisaron el cuarto.
Preguntaron cosas prácticas, si había antecedentes médicos, si alguien había muerto en la casa, si teníamos objetos antiguos.
El closet, las canicas que rodaban.
El joven preguntó si podíamos hacer una oración en voz baja en la sala.
Todos dijimos que sí, sentados, mi esposa, Leo con una cobija en las piernas, Toño y yo, los dos sacerdotes.
El joven comenzó una oración, que no, no era el ritual famoso, sino algo más sencillo, pedir paz, pedir claridad.
En un punto dijo en latín una frase que no entendí.
No gritó, nadie gritó.
Y fue en ese instante que Leo, sin abrir los ojos, bajando la cabeza como si se durmiera, dijo con otra voz.
No me mires.
Era con voz gruesa.
Bueno, no tan gruesa ni espectacular.
Era su voz, pero como cansado.
O sea, como si no de buenas.
Como tono seco, adulto.
El sacerdote siguió orando.
El joven, el otro, el más grande, puso una mano en mi hombro, apretó.
Yo quería llorar, quería hacerme el fuerte.
Empezaron a rezar.
Tres minutos de silencio.
Salimos a tomar aire.
Puso las canicas que había tomado, que cuando les habíamos muestrado, las puso sobre la mesa.
rodaron solas una como contra la otra como si se buscaran chocaron despacito rodaron en un mueble completamente nivelado te juro que lo comprobé días antes con una moneda pero se empezaron a mover solas tranquilo esto pasa a veces cuando uno viene a hacer estas cosas y lo que me rompió no fueron las canicas realmente el detalle mínimo Leo con los ojos cerrados sonrió medio segundo al escuchar el tic del choque Esa clase de sonrisa que te pone.
Pone a pensar.
Los sacerdotes no se quedaron, dejaron un plan, oración cotidiana, rutina firme, cero conversaciones, dejar de hacerle caso a esto.
Ventanas abiertas por la tarde.
Sal retirada.
Agua bendita en las esquinas, pero sin tanto teatro.
Era una vela grande, no para, se llama no para ritual, sino para ver las corrientes de aire.
Si hay cambios bruscos nos avisan, dijo el sacerdote.
Y esa noche por primera vez en semanas yo estaba menos asustado.
Testigos, plan.
Me quedé dormido.
Y a las 3.17 exactas la vela en el buró, sí, sí, la dejé prendida, mi error, sopló hacia adentro, no hacia una ventana abierta, sino hacia adentro, como si algo inhalara.
La flama se estiró hacia el clóset, se apagó.
En el mismo segundo el colchón de Leo se hundió, no como si alguien se sentara, sino como si metieran los dedos por debajo y lo jalaran hacia el piso.
Toño alcanzó a ver.
Mi esposa gritó su nombre, yo salté, jale a mi hijo de los hombros y lo saqué de un tirón, mientras el colchón, sin peso encima, como si se hundiera grité basta lo que siguió fue un minuto de locura callada la ventana del pasillo se azotó el aire olía como raro como no sé se empezaron a mover cosas se empezaron a Fue muy, muy breve, no lo recuerdo exactamente cómo fue, pero se sentía como si vibrara la casa.
Y nos fuimos esa noche, hotel barato, por tres días.
Dejamos la casa con cortinas abiertas, la llave del agua cerrada.
Yo no quería volver.
Hay papeles, rentas, vidas.
Volvimos con los sacerdotes, hicieron oraciones.
Llevaron por ahí unas cosas, unas veladoras y demás.
Estuvieron haciendo varias cosas, rituales, dijeron ellos, de sanación, cosas por el estilo.
Y la casa en un mes volvió a ser casa.
Sacamos la cómoda que estaba ahí, las canicas se las llevaron, pusimos un colchón nuevo, luego empezó a dormir.
Realmente nunca supimos bien qué es lo que había pasado.
No podría decirte que entiendo lo que sucedió.
Y después me di cuenta que algo había pasado ahí con el dueño original de la casa.
Solo dejémoslo en que pasó algo muy extraño.
Y si usas esto en tu canal, no lo adornes.
No pongas cosas de más.
Cuéntalo así como te lo conté.
Yo sé que está raro como te lo cuento, pero...
No quería exagerar nada.
Cosas sencillas, cosas breves, pero eso es lo que yo viví.
Gracias por compartirme esto.
Pues ahí lo tienen, terroríficos.
Muchísimas gracias a ustedes por compartir estas historias.
Ya saben que pueden hacerlo a tuhistoria.com Y cuéntenme,¿ qué les parecieron estas historias del día de hoy?
Sé que estuvieron un poquito más extrañas de lo común, pero las conté tal cual las enviaron.
No moví un punto y una coma.
Como llegaron Las compartí.
Mi nombre es Efraín Sosa.
Te veo en una próxima entrega.
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Y comparte, comparte, comparte.
Me da mucho gusto que de pronto muchas personas me dicen ¡Hey!
Yo no te conocía y ya estoy suscrito o suscrita.
Gracias.
Gracias a ti que eres nuevo en este canal.
Nosotros ya llevamos algo de tiempo.
Qué bueno que nos acabas de encontrar.
Espero que te quedes.
Y recuerda que en los comentarios me puedes dejar sugerencias y lo que quieras o por correo.
Siempre tomo en cuenta tu opinión.
Por el día de hoy es todo.
Te veo.
Axi.
Gracias.