Episode Transcript
¿Te suena la palabra titulitis? ¿Sabes lo que significa?
No, no es una enfermedad del aparato digestivo, ni nada que puedas curar con antibióticos. Aunque suene parecida a "gastritis" o "tendinitis", que son inflamaciones del estómago o de los tendones, titulitis no tiene que ver con una parte concreta del cuerpo. Pero sí que puede afectar a muchas áreas de nuestra vida. Porque la titulitis es una especie de inflamación... del currículum. Ese papel que dice dónde hemos trabajado y sobre todo, qué hemos estudiado.
La titulitis es bastante frecuente en España. Es un fenómeno curioso y en este episodio te lo voy a explicar un poquito mejor, mientras mejoras tu español, por supuesto.
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Vamos al lío. ¡Empezamos!
La titulitis es la obsesión por acumular títulos académicos: grados, másteres, cursos, diplomas... muchas veces más por el título en sí que por el conocimiento real que representan. Es como si el diploma fuera un premio que tienes que coleccionar para demostrar tu valor profesional, o incluso personal.
Y ojo, estudiar es algo valioso. Muy valioso. La educación transforma vidas. Pero no debemos confundir tener un título con saber hacer algo. Una cosa es tener un diploma, y otra cosa es tener la capacidad real de aplicar lo aprendido. Lo primero se puede obtener con una nota, lo segundo se demuestra con hechos.
Por supuesto que en determinadas profesiones la educación es supernecesaria. Nadie querría pasar por un puente diseñado por una mujer que no es ingeniera, o ser tratado por alguien que dice tener conocimientos de medicina, pero no ha estudiado formalmente.
Pero es verdad que, en otras ocasiones, con otros trabajos, cuando confiamos ciegamente en los títulos:
- Podemos contratar a personas no cualificadas.
- Excluir a otras muy capaces pero sin títulos oficiales.
- O valorar más el papel, el título académico, que la experiencia o la ética.
Esto pasa en España y crea un mercado laboral donde la forma importa más que el fondo. Y eso es peligroso. Porque la sociedad empieza a valorar más las apariencias que las habilidades reales.
Además, cuando el título se convierte en un objetivo más que en un proceso de aprendizaje, es fácil caer en la trampa de "parecer en lugar de ser". ¿Y qué ocurre entonces?
Pues aparecen las falsificaciones, los currículums inflados, las medias verdades. Personas que compran trabajos académicos, encargan tesis a otros, o incluso inventan másteres que no han cursado. Y eso, además de poco ético, es injusto para quienes sí han dedicado tiempo y esfuerzo real a formarse. Especialmente en un mercado competitivo como el español.
Y claro, cuando quienes hacen esto son personas con poder —por ejemplo, la clase política—, el problema se hace más grave. Se normaliza la mentira. Se envía un mensaje peligroso: "No importa tanto lo que sabes, sino lo que pareces saber."
Pero sería injusto centrar todo el episodio solo en ellos. Porque la titulitis no es solo un problema de la clase política. No. También es una realidad en muchas empresas, en procesos de selección, en la vida cotidiana. Es más profundo. Hay una razón por la que tanto los ciudadanos como las empresas, y no solo los políticos, persiguen los títulos.
Tiene que ver con la historia.
En mi familia, por parte materna, se ve perfectamente este cambio.
Mis abuelos eran analfabetos. Literalmente no sabían leer ni escribir. Eran personas trabajadoras del campo, pero no tuvieron la oportunidad de ir al colegio. Y esto era muy habitual en su generación.
Sus hijos, mis tías y tíos, y mi madre, sí pudieron ir a la escuela. Al menos, durante un tiempo. Las mayores dejaron pronto los estudios para ayudar en casa o empezar a trabajar, pero ya hubo un cambio: dejaron de ser analfabetas. Aprendieron a leer, a escribir, a hacer cuentas… y eso ya fue un gran avance generacional.
Y en la tercera generación, la mía, mis primos y yo fuimos los primeros en llegar a la universidad.
Esto, que puede sonar normal hoy, fue un cambio radical. Algo que, en muchas familias españolas como la mía, se vivió con muchísimo orgullo. Porque estudiar en la universidad era, de verdad, una conquista social.
Cuando yo llevé mi título universitario a casa, era como si fuera un trofeo colectivo. No solo mío. Era el resultado del esfuerzo acumulado de generaciones anteriores. De mis abuelos que no pudieron estudiar. De mis tías y mi madre que sí aprendieron a leer, aunque no pudieron completar la educación secundaria. De mi madre, que siempre dijo: “César, tú, estudia.”
Porque, para la generación de mis abuelos, la educación era un privilegio y no un derecho accesible para todos. Ir a la universidad era algo reservado para las élites. Algo muy lejano para la clase trabajadora.
Con el paso del tiempo, la educación se fue democratizando. En España, especialmente tras la dictadura franquista, el acceso a la educación pública fue una conquista importantísima para la ciudadanía. La universidad se empezó a ver como una oportunidad real para ascender socialmente. Y es que lo era. Tener un título universitario podía cambiar tu vida por completo. Abría puertas, te daba estabilidad y prestigio.
Por eso, durante décadas, las familias hicieron grandes esfuerzos para que sus hijos pudieran estudiar. Era un símbolo de progreso. Un orgullo. Incluso si los padres no habían ido nunca al colegio, querían ver a sus hijos con un título. No por apariencia, sino por lo que representaba: una vida mejor. Y eso, de alguna forma, ha quedado grabado en nuestra cultura.
Esa es la historia de cómo hemos llegado hasta aquí. Para que entiendas un poco mejor nuestra relación con la titulitis, ¿ok?
Ahora hablemos del presente. Hoy en día, con más del 40% de la población española con estudios universitarios, los títulos siguen siendo importantes. Pero también han perdido parte de su valor diferencial. Antes eran algo excepcional. Hoy son algo común. Y eso ha provocado que muchas personas sientan que necesitan más: otro máster, otro curso, otro certificado...
Y aquí es donde entra de nuevo la titulitis. Porque pasamos de valorar la educación como herramienta de transformación social, a valorarla como herramienta de diferenciación. Ya no es solo aprender para vivir mejor. Es aprender para destacar, para competir, para sobrevivir en un mercado laboral cada vez más exigente. Especialmente exigente en profesiones cualificadas para la población joven. Y esta población sufre una tasa de paro o desempleo del 25%. Es decir, 1 de cada 4 personas jóvenes en España no encuentran trabajo.
Y hablando de titulitis, las empresas también han contribuido a esto. Pero hay algo más que he notado a lo largo de mi experiencia profesional y personal en dos países.
He vivido y trabajado tanto en España como en Reino Unido, y hay una diferencia cultural muy marcada respecto al valor del título académico.
En España, tradicionalmente, el título parece marcar el camino profesional de forma muy estricta. Si estudias filosofía, se espera que seas profesor de filosofía. Si estudias derecho, te ves como abogada. Si estudias biología, como investigador o profesora. Parece que el título no solo es un documento, sino un destino.
Sin embargo, en países como Reino Unido he visto una flexibilidad mucho mayor. Conozco a personas que estudiaron filosofía y hoy son periodistas, trabajan en marketing o incluso se dedican al derecho. El título universitario se ve más como una base de pensamiento crítico, una prueba de que puedes aprender y desarrollarte profesionalmente, no como una etiqueta fija que te acompaña toda la vida.
Esta rigidez en España también puede generar frustración. Porque muchas personas sienten que si no encuentran un trabajo “de lo suyo”, como se dice, de lo que han estudiado, han fracasado. Cuando en realidad, el mundo laboral no es tan lineal. Tener un título no debería limitar, sino abrir puertas. Pero a veces, en nuestra cultura, se convierte en una jaula dorada. Muchas veces piden requisitos excesivos en sus ofertas de empleo. Buscan personas con doble grado, máster, idiomas, experiencia... para un trabajo que quizá no lo necesita. Y claro, eso hace que las personas sientan la necesidad constante de seguir acumulando títulos, aunque no tengan un impacto real en sus capacidades.
Y otro problema con la titulitis es que también devalúa la educación. El aprendizaje se convierte en una carrera por el diploma. Y eso lleva a cursos rápidos, sin profundidad, a universidades que funcionan como fábricas de diplomas y a estudiantes que solo quieren el papel, no el conocimiento.
Y todo esto en realidad refuerza desigualdades. Porque no todo el mundo puede pagar un máster, ni dedicar tiempo a estudiar. Así que los títulos se convierten en símbolos de estatus más que de esfuerzo o capacidad. A veces, quien más estudia no es quien más aprende. Y quien más títulos tiene no es quien más sabe.
Hoy en día se habla mucho de meritocracia —la idea de que quien más se esfuerza, llega más lejos—, pero la realidad es que muchas veces el acceso a los títulos depende del dinero, del contexto, de la red de contactos. Si tus padres pueden ayudarte económicamente, si vives en una ciudad con buenas universidades, si tienes tiempo para estudiar... tienes ventaja. Y eso no siempre se ve reflejado en el currículum, pero está ahí.
La titulitis también hace que olvidemos lo importante en el desempeño o la performance de una persona: la experiencia, la creatividad, la honestidad, la capacidad de resolver problemas reales. Esas habilidades no siempre se enseñan en clase, pero son esenciales para cualquier trabajo. Estoy seguro de que estás de acuerdo conmigo si ya estás o has estado trabajando unos años.
Y por último, la titulitis, produce una desconexión entre la educación y el mundo real. Porque si hay muchos títulos pero poca práctica, terminamos con profesionales muy formados pero poco preparados. Personas que han pasado años estudiando, pero que nunca han trabajado en su campo. Que saben la teoría, pero no la práctica.
Entonces… ¿qué hacemos con todo esto?
Quizá no hay una solución rápida. Quizá solo necesitamos darnos cuenta de cómo hemos llegado hasta aquí. Entender que la titulitis no nace de la nada, sino de una historia de esfuerzo colectivo, de generaciones que lucharon por estudiar, por mejorar, por conseguir una vida mejor.
Pero también es momento de reflexionar si ese esfuerzo sigue teniendo el mismo sentido hoy. Si no estamos perdiendo de vista el valor real de la educación: el de aprender, el de crecer, el de pensar por uno mismo. ¡Muy importante este último!
Quizás, con el tiempo, esta obsesión por los títulos vaya cambiando en España. Quizás empecemos a valorar más la capacidad de comunicar, de crear, de colaborar… y menos el número de diplomas en una hoja de papel.
Ojalá. Ojalá llegue un momento en que estudiar no sea una carrera por destacar, sino una forma de conectar mejor con el mundo. Y ojalá llegue un momento en que podamos decir con tranquilidad: “Lo importante no es lo que tienes, sino lo que sabes hacer con ello.”
Estudiante, si este tema te ha hecho pensar, te animo a dejar un comentario y contarme si en tu país también existe esta obsesión por los títulos. ¿Crees que hay titulitis donde tú vives? ¿La has sentido tú en algún momento de tu vida?
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